Si no te sientas con mi familia, solo cocina y pon la mesa, ¡luego vete!

—Si no vas a sentarte con mi familia, al menos cocina y pon la mesa, luego te puedes ir—. La voz de Tomás retumbó en la cocina, rebotando entre las ollas y el aroma a arroz recién hecho. Me quedé paralizada, cuchara en mano, sintiendo cómo el sudor frío me recorría la espalda. No era la primera vez que discutíamos por esto, pero nunca había sido tan directo, tan cruel.

Hace seis meses, la última vez que vi a la familia de Tomás, todo se rompió. Fue en el cumpleaños de su madre, doña Carmen. Recuerdo el mantel floreado, los vasos de plástico y el calor pegajoso de diciembre en Barranquilla. Yo había preparado una torta de tres leches con mis propias manos, pero ni siquiera la probaron. Doña Carmen me miró de arriba abajo y soltó, delante de todos: —Las mujeres como tú solo vienen a quitarle el dinero a uno—. Nadie dijo nada. Ni Tomás. Solo bajó la cabeza y se sirvió más whisky.

Desde entonces, no volví a pisar su casa. Me encerré en mi propio silencio, esperando que Tomás entendiera mi dolor. Pero él solo repetía: —Es mi familia, Melisa. No puedo dejar de verlos por ti—. Yo tampoco quería separarlo de los suyos, pero ¿a qué precio? ¿A costa de mi dignidad?

Hoy es domingo y la casa huele a guiso y resentimiento. Tomás camina de un lado a otro, revisando su celular, esperando que llegue su hermana Lucía con los niños y su papá don Ernesto, que siempre trae una botella de ron barato y chistes machistas. Yo revuelvo el arroz con pollo mientras pienso en mi mamá, allá en Montería, que siempre me decía: —Mija, uno no se deja humillar por nadie—.

—¿Vas a ayudarme o no?— insiste Tomás desde la sala.

—¿Ayudarte? ¿A qué? ¿A fingir que todo está bien mientras tu familia me ignora?— le respondo sin mirarlo.

Él suspira fuerte, como si yo fuera una carga imposible de soportar. —Solo te pido que cocines y pongas la mesa. No tienes que quedarte si no quieres—.

Me muerdo los labios para no llorar. ¿Eso soy ahora? ¿La empleada invisible? Recuerdo cuando recién nos casamos y él me prometía que siempre estaríamos juntos contra el mundo. Pero el mundo resultó ser su familia y yo quedé sola del otro lado.

Mientras pico cebolla, las lágrimas se mezclan con el olor fuerte y me arde la garganta. Pienso en todas las veces que intenté agradarles: los regalos en Navidad, las llamadas en los cumpleaños, las tardes de café con doña Carmen hablando de novelas mexicanas. Nada fue suficiente.

La puerta se abre de golpe y entran Lucía y los niños corriendo. Lucía ni siquiera me saluda; va directo a abrazar a Tomás. Don Ernesto entra detrás, con su risa estruendosa y el ron bajo el brazo.

—¿Y Melisa? ¿No va a saludar?— pregunta don Ernesto con sorna.

Tomás me mira suplicante desde la sala. Yo respiro hondo y salgo con la bandeja de empanadas.

—Buenas tardes— digo bajito.

Lucía apenas asiente con la cabeza. Don Ernesto se sirve una empanada sin mirarme.

Me siento invisible. Camino como un fantasma entre ellos, sirviendo platos, llenando vasos, recogiendo migajas del suelo. Escucho cómo hablan de política, del precio del dólar, de la vecina chismosa del barrio. Nadie me incluye en la conversación.

Cuando termino de poner la mesa, Tomás se acerca y me susurra: —Ya puedes irte si quieres—.

Me quedo parada unos segundos mirando la escena: mi esposo riendo con su hermana, los niños peleando por el control remoto, don Ernesto brindando por “la familia unida”. Y yo afuera, como si nunca hubiera existido.

Salgo al patio y me siento en una silla plástica bajo el mango. El sol pega fuerte y las lágrimas caen sin control. Siento rabia, tristeza y una soledad tan grande que me ahoga.

Pienso en todas las mujeres que conozco: mi tía Rosa que aguantó años de desprecios por “no romper la familia”, mi vecina Juliana que terminó criando sola a sus hijos porque nunca fue aceptada por los suegros. ¿Por qué nos toca siempre elegir entre nuestro amor propio y la paz del hogar?

Escucho risas desde adentro y siento que cada carcajada es una bofetada más. Me pregunto si Tomás alguna vez entenderá lo que duele ser rechazada por quienes deberían ser tu familia también.

Cuando cae la tarde y todos se van, Tomás sale al patio y me encuentra llorando.

—¿Por qué tienes que hacerlo tan difícil?— me dice cansado.

—¿Difícil para quién? ¿Para ti o para mí?— le respondo sin fuerzas.

Él se sienta a mi lado pero no me toca. El silencio entre nosotros es más pesado que nunca.

—No sé qué más hacer— dice finalmente.

—Yo tampoco— susurro.

Esa noche duermo sola en la cama grande. Pienso en irme, en empacar mis cosas e irme donde mi mamá. Pero también pienso en todo lo que hemos construido juntos: los sueños compartidos, las risas en noches de lluvia, los planes para tener hijos algún día.

¿Vale la pena seguir luchando por un lugar donde no soy bienvenida? ¿Cuántas veces más tendré que elegir entre mi dignidad y el amor?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde aguantarían por salvar su matrimonio?