La vuelta a casa: Entre reproches y silencios

—¿Por qué has vuelto, Marta? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo como un portazo. No era una pregunta, era una acusación. Yo, con la maleta aún en la mano y el corazón encogido, apenas pude responder.

—No tenía a dónde ir, Lucía. Me han despedido. No puedo permitirme otro alquiler en Madrid —susurré, intentando no romperme del todo.

Sergio apareció tras ella, con esa mirada de quien preferiría estar en cualquier otro lugar. El silencio entre los tres era tan denso que casi podía cortarse. El piso, ese piso que habíamos compartido años atrás cuando todo era más sencillo, ahora parecía un campo minado.

No tardaron en llegar los pequeños gestos: las puertas cerradas, las cenas en las que sobraba un plato, las conversaciones en voz baja cuando yo entraba en la cocina. Lucía se volvió irritable, distante. Sergio, por su parte, empezó a llegar más tarde del trabajo y a encerrarse en el despacho con la excusa de los informes.

Una noche, mientras recogía los platos, escuché a Lucía llorar en el baño. Me acerqué a la puerta y toqué suavemente.

—¿Estás bien?

—¡Déjame en paz! —gritó entre sollozos—. Si no hubieras vuelto…

Me quedé helada. ¿De verdad pensaba que yo era el problema? ¿Que mi regreso había roto algo que ya no estaba roto?

Los días pasaron y la tensión creció. Una tarde de domingo, Sergio me encontró en el salón leyendo. Se sentó a mi lado y suspiró.

—No es tu culpa, Marta. Esto… esto ya venía de antes. Pero Lucía necesita culpar a alguien.

Le miré, buscando sinceridad en sus ojos.

—¿Y tú? ¿A quién culpas?

Sergio bajó la mirada.

—A nosotros mismos. Por fingir que todo iba bien.

No supe qué decir. Me sentí una intrusa en mi propia casa, pero también una testigo incómoda de una relación que se desmoronaba ante mis ojos.

Las discusiones entre ellos se hicieron más frecuentes y más crueles. Una noche, los gritos me despertaron:

—¡Siempre piensas en ella antes que en mí! —chilló Lucía.

—¡Eso no es cierto! Pero tú no quieres ver lo que pasa entre nosotros —respondió Sergio.

Me tapé los oídos con la almohada, deseando desaparecer.

Al día siguiente, Sergio hizo las maletas y se fue. Lucía se encerró en su habitación durante dos días. Cuando por fin salió, tenía los ojos hinchados y la voz rota.

—¿Estás contenta? —me escupió—. Has conseguido lo que querías: quedarte sola conmigo y destruir mi matrimonio.

Me quedé sin palabras. ¿De verdad creía eso? ¿O necesitaba creerlo para no enfrentarse a sus propios miedos?

Intenté hablar con ella, explicarle que yo solo buscaba refugio, que nunca quise interponerme entre ellos. Pero Lucía no escuchaba. Me evitaba, me culpaba por cada silencio incómodo, por cada mirada esquiva de Sergio antes de marcharse.

Las semanas pasaron y la casa se llenó de reproches mudos. Mi madre me llamaba cada noche para preguntarme cómo estaba todo. Yo mentía: «Bien, mamá, estamos bien».

Pero no estábamos bien. La soledad se instaló entre nosotras como un huésped indeseado. Lucía apenas salía de su cuarto; yo buscaba trabajo sin éxito y sentía que cada día pesaba más.

Un día encontré una caja de fotos antiguas en el trastero: veranos en la playa de Benidorm, cumpleaños llenos de risas, Navidades en casa de los abuelos. ¿En qué momento nos habíamos perdido?

Esa noche me armé de valor y llamé a la puerta de Lucía.

—Necesitamos hablar —dije con voz firme.

Ella me miró con desconfianza pero me dejó pasar. Nos sentamos en la cama como cuando éramos niñas y le mostré las fotos.

—¿Recuerdas esto? —le pregunté señalando una imagen donde ambas reíamos abrazadas.

Lucía rompió a llorar.

—No sé cuándo empezó todo a ir mal —admitió entre lágrimas—. Pero no quiero perderte también a ti.

La abracé fuerte, sintiendo cómo poco a poco el hielo se derretía entre nosotras.

Ahora han pasado meses desde aquel día. Sergio ha iniciado los trámites del divorcio y Lucía sigue luchando con sus propios fantasmas. Yo he encontrado un trabajo a media jornada y poco a poco vamos reconstruyendo nuestra relación, aunque nada volverá a ser como antes.

A veces me pregunto si realmente fui yo la causa de todo o solo el espejo donde se reflejaron sus problemas. ¿Somos responsables del dolor ajeno solo por estar presentes? ¿O simplemente somos testigos involuntarios de las grietas que otros no quieren ver?