El día que el secreto de Victoria salió a la luz: Una historia de traición y abandono en el corazón de Veracruz
—¡Victoria, por favor, no llores así! —me suplicaba mi madre, mientras yo apretaba las sábanas del hospital con los nudillos blancos, sintiendo que el mundo se me venía encima.
Pero ¿cómo no iba a llorar? Acababa de dar a luz a un niño precioso, pero su piel morena era la prueba viva de mi pecado. No se parecía en nada a Javier, mi esposo, ni a mí. Se parecía a Samuel, el hombre con el que cometí el error más grande de mi vida una noche de carnaval en Veracruz.
El llanto del bebé llenaba la habitación, pero yo solo podía escuchar el eco de mi propia culpa. Mi madre me miraba con ojos duros, pero también con un dejo de compasión. Sabía lo que había pasado. Había visto cómo Samuel y yo nos mirábamos en la fiesta del pueblo, cómo desaparecimos entre las palmeras y las luces de colores. Nadie más lo sabía… hasta ahora.
—¿Qué vas a hacer, hija? —me preguntó en voz baja, como si temiera que las paredes escucharan.
No supe qué responderle. Javier estaba afuera, esperando conocer a su hijo. Había preparado todo: la cuna de madera que él mismo talló, los pañales bordados por mi suegra, la ropita azul celeste. ¿Cómo iba a mirarlo a los ojos y decirle que ese niño no era suyo?
Las enfermeras entraban y salían, ajenas al drama que se tejía en esa habitación. Una de ellas me entregó al bebé envuelto en una manta blanca. Lo miré largo rato. Tenía los ojos grandes y oscuros de Samuel, la nariz chata de mi abuela, y una expresión tranquila que me partía el alma.
—No puedo quedármelo —susurré, apenas audible.
Mi madre se tapó la boca con la mano, horrorizada.
—¡Victoria! ¿Estás loca? Es tu hijo…
—No puedo, mamá. Javier me va a odiar. Mi suegra va a decirle a todo el pueblo. No puedo cargar con esto…
La decisión se formó en mi pecho como una piedra. Esperé a que Javier se fuera a buscar café y le pedí a la enfermera que llevara al bebé «para hacerle unos estudios». Cuando se lo llevaron, sentí un vacío tan grande que casi me desmayo.
Esa noche, mientras todos dormían, salí del hospital con mi madre. Dejé una nota anónima en la cuna del bebé: «Cuídenlo. No puedo ser su madre».
Regresé a casa con las manos vacías y el corazón hecho trizas. Javier nunca supo la verdad. Le dije que el bebé había muerto al nacer. Lloró conmigo, me abrazó fuerte y prometió que algún día tendríamos otro hijo. Yo solo asentía, sintiendo que cada palabra era una puñalada más.
Los días pasaron lentos y pesados. El pueblo murmuraba sobre la tragedia de los Martínez, pero nadie sospechó nada. Mi suegra rezaba por el alma del niño perdido y yo fingía rezar con ella, aunque por dentro solo pedía perdón.
Pero los secretos no mueren tan fácil en un pueblo chico como Veracruz. Un mes después, alguien vio a Samuel borracho en la cantina del puerto, llorando por «el hijo que nunca conocería». Las lenguas empezaron a moverse. Mi madre me miraba con miedo cada vez que alguien tocaba la puerta.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché voces en la calle:
—Dicen que Victoria tuvo un hijo morenito…
—¿Y Javier? ¿No era güero?
—Eso dicen…
Sentí que me ahogaba. Corrí al cuarto y me encerré. Javier llegó esa noche con el ceño fruncido.
—¿Qué está pasando, Victoria? ¿Por qué todos te miran raro?
No pude responderle. Solo lloré y lloré hasta quedarme dormida.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Javier empezó a beber más seguido. Mi suegra dejó de visitarnos. Los vecinos cruzaban la calle para no saludarme.
Un día, Samuel apareció en mi puerta. Tenía los ojos rojos y las manos temblorosas.
—¿Dónde está mi hijo? —me preguntó sin rodeos.
—No lo sé —le respondí entre lágrimas—. Lo dejé en el hospital… No podía quedármelo…
Samuel cayó de rodillas y gritó como un animal herido. Yo solo podía mirar al suelo, deseando desaparecer.
Esa noche Javier me enfrentó:
—¿Es cierto lo que dicen? ¿Ese niño era mío?
No pude mentirle más. Le conté todo: la noche del carnaval, el miedo, la vergüenza, el abandono.
Javier me miró como si fuera una extraña.
—Te amaba, Victoria… Pero esto no te lo voy a perdonar nunca.
Se fue esa misma noche. Mi madre vino a quedarse conmigo, pero nada podía llenar el vacío que sentía.
Pasaron los años y nunca volví a saber de mi hijo. A veces sueño con él: un niño corriendo por las playas de Veracruz, riendo bajo el sol, sin saber quién soy yo realmente.
Hoy vivo sola en la misma casa donde todo empezó. La gente ya no habla tanto, pero yo nunca olvido. Cada vez que veo una madre abrazar a su hijo en el mercado o escucho risas infantiles desde la escuela, siento una punzada en el pecho.
¿Vale la pena vivir con un secreto tan grande? ¿Cuántas familias se destruyen por miedo al qué dirán? ¿Alguna vez podré perdonarme?
¿Y ustedes? ¿Qué habrían hecho en mi lugar?