La leche amarga: El peso de una decisión materna
—¡Mamá, ya no quiero ir a la escuela! —gritó Gabriel, con los ojos llenos de lágrimas y la mochila arrastrando por el suelo polvoriento de nuestra casa en Guadalajara.
Sentí el corazón apretarse en mi pecho. Otra vez. Otra vez esa angustia que me perseguía desde hacía meses, desde que los rumores en la colonia se habían vuelto cuchicheos directos en la puerta de mi casa. “¿Hasta cuándo vas a dejar que ese niño se cuelgue de ti?”, me preguntó mi hermana Lucía una tarde, mientras tomábamos café en la cocina. Su voz era dura, pero sus ojos estaban llenos de preocupación.
No supe qué responderle. Porque la verdad era que yo tampoco lo sabía. Cuando Gabriel nació, después de dos partos difíciles y un matrimonio que ya se tambaleaba, sentí que él era mi última oportunidad para hacerlo bien. Mis otros hijos, Mariana y Tomás, habían crecido entre gritos y silencios, entre la ausencia de su padre y mi cansancio perpetuo. Pero con Gabriel, juré que sería diferente.
La lactancia fue mi refugio. Al principio, los médicos me decían que era lo mejor para él. “La leche materna es oro líquido”, repetían en el centro de salud. Pero cuando Gabriel cumplió dos años y seguía buscando mi pecho cada noche, las miradas empezaron a cambiar. Mi suegra me decía que lo estaba malcriando. Mi madre, que en paz descanse, me advertía que los niños grandes no debían depender tanto de su madre.
Pero yo no podía soltarlo. Cada vez que Gabriel se aferraba a mí, sentía que podía protegerlo del mundo, de la pobreza que nos rodeaba, del abandono de su padre, de las burlas en la escuela. Y así pasaron los años. Ocho años.
—Amanda, esto no es normal —me dijo Lucía una noche, después de escuchar a Gabriel llorar porque quería dormir conmigo y no con sus hermanos—. Lo estás haciendo daño.
Me dolió escucharla. Pero más me dolía ver a Gabriel tan frágil, tan dependiente de mí. Mariana y Tomás ya casi no me hablaban; decían que siempre prefería a Gabriel. Y quizás tenían razón. Había puesto todo mi amor, toda mi culpa, toda mi esperanza en ese niño.
Recuerdo una tarde en el parque, cuando Gabriel tenía siete años. Unos niños se le acercaron y le preguntaron si era verdad que todavía tomaba leche de su mamá. Él bajó la cabeza y no respondió. Yo sentí una rabia inmensa contra el mundo, pero también una punzada de vergüenza. ¿Qué había hecho?
Las noches se volvieron más difíciles. Gabriel tenía pesadillas si no dormía a mi lado. Mariana empezó a quedarse más tiempo en casa de una amiga; Tomás se encerraba en su cuarto con la música a todo volumen. Yo me sentía sola, atrapada entre el amor y la culpa.
Un día, Gabriel llegó llorando del colegio. La maestra me llamó aparte y me dijo:
—Señora Amanda, su hijo necesita ayuda. Los otros niños lo molestan mucho… y él no sabe cómo defenderse.
Esa noche, mientras lo abrazaba en la cama, sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Le había dado demasiado? ¿O le había quitado la oportunidad de aprender a ser fuerte?
Empecé a buscar ayuda. Fui al centro comunitario y hablé con una psicóloga. Me costó admitirlo, pero necesitaba escuchar otra voz que no fuera la mía o la de mi familia.
—Amanda —me dijo la psicóloga—, el amor también es aprender a soltar.
Lloré como no había llorado en años. Porque entendí que mi miedo al abandono había sido más fuerte que mi deseo de ver crecer a Gabriel libre y seguro.
Poco a poco, con ayuda y mucha paciencia, empecé a poner límites. Gabriel lloró mucho las primeras noches sin mi pecho ni mi abrazo constante. Pero también empezó a dormir mejor, a jugar más con sus hermanos, a reírse con otros niños.
Mariana volvió a hablarme; Tomás me abrazó un día sin decir nada. Sentí que recuperaba algo perdido hace mucho tiempo: la confianza en mí misma como madre.
Hoy Gabriel tiene nueve años y todavía busca mi mano cuando tiene miedo. Pero ya no depende de mí para dormir ni para sentirse seguro. A veces lo miro y me pregunto si algún día podrá perdonarme por haberlo atado tanto tiempo a mi pecho… o si yo podré perdonarme a mí misma.
A veces pienso en todas las madres que sienten culpa por amar demasiado o demasiado poco; por trabajar fuera o quedarse en casa; por dar pecho o biberón; por ser fuertes o frágiles. ¿Hay alguna forma correcta de ser madre? ¿O solo hacemos lo mejor que podemos con lo que tenemos?
¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que tu amor fue demasiado lejos? ¿Dónde está el límite entre proteger y dejar crecer?