La decisión de Carmen: Cuando el amor propio pesa más que el qué dirán
—¿Pero cómo puedes hacerme esto ahora, mamá? —La voz de Lucía retumbó en la cocina, donde el aroma del café recién hecho no lograba suavizar la tensión que llenaba el aire.
Me quedé mirando la taza entre mis manos, sintiendo el temblor en los dedos. No era miedo, era una mezcla de alivio y culpa. Había ensayado este momento mil veces en mi cabeza, pero nada me preparó para la mirada herida de mi hija.
—No te lo hago a ti, Lucía. Me lo hago a mí —respondí con voz baja, casi un susurro.
Antonio estaba en el salón, viendo las noticias como cada tarde. Ni siquiera se había molestado en preguntar por qué Lucía había venido tan temprano. Como siempre, su mundo giraba alrededor del televisor y del plato caliente que yo le ponía delante. Había dejado de esperar un «gracias» hacía años.
—¿Y papá? ¿Qué va a hacer solo? —insistió Lucía, cruzando los brazos.
La miré. Tenía los mismos ojos que yo, pero en ellos brillaba una mezcla de incredulidad y miedo. Miedo al cambio, miedo al qué dirán. Miedo a que su madre, la mujer que siempre había estado ahí para todos, de repente pensara en sí misma.
—Aprenderá —dije, aunque ni yo misma lo creía del todo.
La decisión no había sido fácil. En mi generación, las mujeres aprendimos a callar, a aguantar. «Es lo que toca», decía mi madre cuando yo era niña y la veía limpiar mientras mi padre leía el periódico. Yo repetí ese patrón durante cuarenta años: cuidar de Antonio, criar a Lucía y a su hermano Diego, mantener la casa impecable. Y cuando me jubilé del colegio donde trabajaba como administrativa, pensé que por fin podríamos disfrutar juntos de los pequeños placeres: pasear por el Retiro, viajar a la playa de Cádiz, leer juntos en el sofá.
Pero Antonio no cambió. Seguía esperando que yo hiciera la compra, cocinara, limpiara. Si alguna vez le pedía ayuda, resoplaba o hacía las cosas mal a propósito para que no se lo volviera a pedir. «Eso es cosa tuya», decía encogiéndose de hombros.
La gota que colmó el vaso fue hace dos meses. Me caí en la cocina y me torcí el tobillo. Antonio ni se levantó del sillón; fue la vecina, Pilar, quien me llevó al centro de salud. Aquella noche lloré en silencio. No por el dolor físico, sino por darme cuenta de que estaba sola aunque viviera acompañada.
—Mamá, ¿no puedes esperar un poco más? —Lucía seguía buscando razones para convencerme—. Ahora que Diego está en paro y yo con los niños pequeños… No es buen momento para una crisis familiar.
Sentí una punzada de rabia. ¿Cuándo sería buen momento para pensar en mí? ¿Cuando estuviera enferma? ¿Cuando ya no pudiera caminar?
—Lucía, llevo toda la vida esperando. Ahora quiero vivir lo que me queda como yo decida —le respondí con firmeza.
Ella se levantó bruscamente y salió al balcón. Oí cómo llamaba a su marido por teléfono: «No sé qué hacer con mamá… Dice que quiere divorciarse. Sí, sí… ¡A su edad!».
Me quedé sola en la cocina, mirando las fotos familiares colgadas en la pared: comuniones, veranos en Asturias, cumpleaños rodeados de tarta y globos. ¿Había sido feliz? Sí, muchas veces. Pero también había renunciado a tanto…
Esa noche esperé a que Antonio apagara la tele para hablar con él. Me senté frente a él y le miré a los ojos.
—Antonio, quiero divorciarme.
Él parpadeó como si no entendiera las palabras.
—¿Qué tontería es esa ahora?
—No es ninguna tontería. Estoy cansada. Quiero vivir mi vida sin sentirme invisible.
Se encogió de hombros y murmuró: «Haz lo que quieras».
No hubo lágrimas ni súplicas. Solo indiferencia. Y eso dolió más que cualquier grito.
Los días siguientes fueron un torbellino: llamadas de mi hermana Rosa desde Valencia —»¡Pero Carmen! ¿Qué va a decir la familia?»—; mensajes de Diego pidiéndome que reconsiderara; amigas del barrio que me miraban con lástima o admiración según el día.
Pero también hubo sorpresas: Pilar me invitó a su grupo de senderismo; Mercedes me animó a apuntarme a clases de cerámica; incluso mi nieta pequeña me abrazó y dijo: «Abuela, ¿vas a ser feliz ahora?».
El proceso legal fue frío y rápido. Antonio aceptó sin protestar. La casa se quedó vacía cuando él se mudó con su hermano unos días mientras buscaba piso. Por primera vez en décadas sentí miedo… y libertad.
Las primeras noches sola fueron difíciles. Me despertaba esperando oír sus pasos o el ruido del televisor. Pero poco a poco empecé a disfrutar del silencio: podía leer hasta tarde, desayunar en la terraza sin prisas, decidir qué hacer con mi tiempo.
Lucía tardó semanas en volver a hablarme con normalidad. Un día vino con los niños y me encontró pintando un cuadro en el salón.
—¿Y esto?
—Siempre quise aprender —le sonreí—. Nunca tuve tiempo… hasta ahora.
Me miró largo rato antes de sentarse a mi lado.
—¿De verdad eres feliz?
Pensé en todo lo perdido y lo ganado. En las noches solitarias y los días llenos de posibilidades.
—Estoy aprendiendo a serlo —le respondí—. Y eso ya es mucho más de lo que tenía antes.
A veces me pregunto si fui egoísta o valiente. Si merezco esta segunda oportunidad o si debería haber seguido aguantando por los demás. Pero cuando veo mi reflejo en el espejo —con arrugas nuevas pero una luz distinta en los ojos— sé que hice lo correcto.
¿Y vosotros? ¿Creéis que una mujer puede empezar de nuevo a cualquier edad? ¿O estamos condenadas a vivir siempre para los demás?