Cuando la enfermedad toca la puerta: La visita de mamá y el precio del cuidado
—¡Abrí la puerta, Lucía!— gritó mi madre desde el pasillo, golpeando con fuerza, como si el frío de la madrugada pudiera colarse detrás de ella y enfermarla aún más. Me levanté de la cama, con el corazón acelerado y el cuerpo cansado. Mi hijo Mateo dormía en la habitación de al lado, ajeno al drama que estaba a punto de desatarse en nuestro pequeño departamento de Buenos Aires.
Al abrir, la vi: doña Teresa, mi madre, envuelta en su abrigo viejo, los ojos vidriosos y la voz temblorosa. —No me siento bien, hija. No quiero estar sola—. Entró sin esperar respuesta, dejando tras de sí el aroma a eucalipto y pastillas.
La casa se llenó de su presencia como un perfume denso. Teresa siempre había sido fuerte, una mujer de barrio que crió sola a tres hijos después de que papá se fuera con otra. Pero ahora, con sus setenta años y los achaques que no perdonan, parecía más frágil que nunca. Yo, Lucía, la hija del medio, la que nunca se fue demasiado lejos, era su refugio predilecto.
—Mamá, podrías haberme llamado antes de venir— susurré mientras le preparaba un té. Ella me miró con esos ojos que mezclan súplica y reproche.
—¿Y si me pasaba algo sola en casa? ¿Quién me iba a cuidar?—
No supe qué responderle. La culpa me apretó el pecho. ¿Cómo decirle que mi vida ya era un caos? Que entre el trabajo en la panadería, las tareas de Mateo y las cuentas que nunca alcanzan, apenas podía con lo mío.
Esa noche no dormí. Escuchaba su tos desde el sillón donde decidió instalarse. Pensé en mis hermanos: Javier vive en Córdoba y apenas llama; Mariana tiene su propio infierno con tres chicos y un marido ausente. Siempre fui yo la que estaba cerca, la que podía dejar todo para correr al llamado de mamá.
A la mañana siguiente, Mateo se despertó confundido al ver a su abuela en casa. —¿Va a quedarse mucho tiempo?— preguntó bajito mientras desayunábamos.
—No lo sé, hijo. No lo sé— respondí, sintiendo una punzada de rabia y ternura al mismo tiempo.
Los días pasaron y la rutina se volvió insoportable. Teresa exigía atención constante: que le alcanzara el remedio, que le preparara sopa, que le leyera las noticias porque “la tele miente”. Yo llegaba agotada del trabajo y aún tenía que ayudar a Mateo con la tarea, lavar ropa y escuchar los lamentos de mamá sobre lo sola que se sentía en su casa.
Una tarde, mientras colgaba ropa en el balcón, escuché a mi madre hablando por teléfono con mi tía Rosa:
—Lucía es buena hija, pero está cansada… A veces siento que le molesto—
Me dolió escuchar eso. ¿Era tan evidente mi fastidio? ¿Acaso no tenía derecho a sentirme abrumada?
Esa noche discutimos. Mamá quería cambiarse a mi cama porque “el sillón le hacía mal a la espalda”. Yo exploté:
—¡Mamá, esta es mi casa! ¡No puedo más! ¡Necesito espacio!—
Ella me miró como si le hubiera clavado un puñal. —Perdón por ser una carga— murmuró antes de encerrarse en el baño.
Me senté en el piso de la cocina y lloré en silencio. Recordé cuando era chica y mamá trabajaba doble turno para darnos de comer. ¿Cómo ponerle límites ahora sin sentirme una mala hija?
Al día siguiente, llamé a Javier. —No puedo sola— le dije entre lágrimas. Él prometió venir el fin de semana siguiente para llevarse a mamá unos días. Mariana también llamó y sugirió buscar una enfermera para turnarnos entre todos.
Cuando le conté a mamá los planes, se quedó callada mucho rato. Finalmente dijo:
—Nunca pensé que iba a necesitar tanto de ustedes… Me da miedo estar sola, Lucía. Pero tampoco quiero destruir tu vida.
Nos abrazamos largo rato. Por primera vez sentí que podía decirle lo que sentía sin miedo a herirla.
El domingo Javier llegó y se llevó a mamá por unos días. La casa quedó silenciosa, pero también llena de culpa y alivio. Mateo me abrazó fuerte:
—¿Estás triste porque la abuela se fue?—
—Un poco sí… pero también estoy cansada, hijo—
Esa noche dormí como hacía meses no dormía.
Hoy mamá está mejor; entre todos nos turnamos para cuidarla. Aprendí que poner límites no es falta de amor, sino una forma de sobrevivir en este mundo donde las mujeres siempre cargamos con todo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Lucías hay allá afuera sintiéndose malas hijas por querer un poco de paz? ¿Hasta cuándo vamos a cargar solas con el peso del cuidado familiar?