Entre el amor y mi hija: El precio de volver a empezar

—¡No quiero verle más en casa, mamá! —gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y la voz rota por la rabia.

Me quedé paralizada en el pasillo, con las llaves aún en la mano y el corazón latiendo tan fuerte que temí que se me saliera del pecho. Había esperado este momento, lo había temido desde que empecé a salir con Andrés, pero nunca imaginé que dolería tanto escuchar esas palabras de mi propia hija.

No supe qué decir. Lucía tenía solo doce años, pero la muerte de su padre la había hecho madurar demasiado deprisa. Desde aquel accidente en la carretera de Toledo, cuando recibí la llamada que partió nuestra vida en dos, ella y yo habíamos sido un equipo. Yo era su refugio y ella el mío. Pero ahora sentía que ese vínculo se resquebrajaba.

—Lucía, cariño, por favor… —intenté acercarme, pero ella retrocedió, abrazando a su peluche favorito como si fuera un escudo.

—¡No quiero hablar! —sollozó—. ¡Papá no querría esto!

Me mordí el labio para no llorar. ¿Cómo explicarle que yo tampoco había querido esto? Que nadie me había preparado para quedarme viuda a los treinta y cinco años, para criar sola a una niña mientras intentaba mantener mi trabajo como enfermera en el hospital de Getafe. Que durante años había vivido solo para ella, dejando a un lado mis propios deseos, hasta que Andrés apareció en mi vida casi por accidente.

Andrés era profesor en el instituto donde Lucía empezaría la ESO. Nos conocimos en una reunión del AMPA y enseguida conectamos. Era amable, divertido y paciente; me hacía reír como hacía años que nadie lo conseguía. Al principio, pensé que era imposible volver a sentir algo así. Pero poco a poco, entre cafés rápidos y paseos por el parque de El Retiro, me fui permitiendo soñar con una vida diferente.

Cuando le hablé a Lucía de Andrés por primera vez, fue como si encendiera una mecha. Al principio se mostró indiferente, pero pronto llegaron los silencios, las miradas frías y las puertas cerradas de golpe. Yo intenté ser comprensiva, darle tiempo, pero la situación solo empeoró cuando Andrés vino a cenar por primera vez.

—¿Por qué tiene que venir él? —me preguntó Lucía esa tarde, mientras yo preparaba una tortilla de patatas.

—Porque es importante para mí —le respondí con suavidad—. Y quiero que le conozcas.

Ella no contestó. Durante la cena apenas probó bocado y no levantó la vista del plato. Andrés intentó romper el hielo hablando de fútbol —sabía que Lucía era del Atleti— pero ella ni se inmutó. Cuando él se fue, subió corriendo a su habitación y no volvió a salir hasta la mañana siguiente.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Lucía se volvió más distante conmigo; apenas hablaba y evitaba estar en casa. Empezó a sacar peores notas y los profesores me llamaron preocupados. Una tarde la encontré llorando en el baño, abrazada a una foto de su padre.

—No quiero perderte también a ti —me susurró entonces—. Si estás con él… ya no somos solo tú y yo.

Sentí cómo se me rompía el alma. ¿Era egoísta por querer rehacer mi vida? ¿Estaba traicionando la memoria de mi marido? ¿O tenía derecho a buscar mi propia felicidad?

Andrés intentó ser paciente. Me decía que todo mejoraría con el tiempo, que Lucía acabaría aceptándolo. Pero los meses pasaban y la tensión solo crecía. Mi madre me aconsejaba prudencia:

—Los niños sufren mucho con estos cambios, hija. No la presiones.

Pero también estaban mis amigas del hospital:

—Tienes derecho a ser feliz, Marta. No puedes vivir solo para tu hija.

Una noche, después de otra discusión con Lucía —esta vez porque había encontrado un mensaje cariñoso de Andrés en mi móvil— me encerré en la cocina y rompí a llorar. Me sentía sola, atrapada entre dos amores imposibles de conciliar.

La situación llegó al límite cuando Lucía me dio un ultimátum:

—Si sigues viéndole… me voy a vivir con los abuelos.

Me quedé helada. Sabía que lo decía en serio; ya había hecho la maleta y tenía el abrigo puesto aunque fuera pleno mayo.

—Lucía…

—Elige —me cortó—: él o yo.

Nunca imaginé tener que tomar esa decisión. Me senté en el sofá, temblando. Recordé todas las noches en vela cuidando de ella cuando tenía fiebre; los cumpleaños sin su padre; las veces que me decía “mamá, eres mi heroína”. Y también recordé lo sola que me sentía cuando ella dormía y yo miraba fotos antiguas preguntándome si algún día volvería a sonreír de verdad.

Andrés llamó esa noche. Le conté todo entre lágrimas.

—No quiero ser un obstáculo entre vosotras —me dijo con voz triste—. Si necesitas tiempo… aquí estaré.

Colgué el teléfono sintiendo que perdía algo valioso sea cual fuera mi elección.

Esa noche dormí abrazada a Lucía como cuando era pequeña. Al amanecer, le susurré:

—Te quiero más que a nada en este mundo. Pero también necesito ser feliz… ¿Cómo podemos encontrar un camino para las dos?

Hoy sigo sin tener todas las respuestas. Andrés sigue esperando; Lucía sigue dolida. Yo sigo caminando sobre una cuerda floja entre mi felicidad y la suya.

¿Es posible reconstruir una familia sin romper lo que queda? ¿Alguna vez podré mirar atrás sin sentir culpa por elegir vivir? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?