El apartamento de la abuela: herencia, culpa y amor en la Ciudad de México
—¡Owen! ¡La abuela no aparece!— gritó mi madre por teléfono, su voz temblando como nunca antes. Eran las seis de la tarde y yo apenas salía del trabajo, con la cabeza llena de pendientes y el corazón apretado por la culpa. Sabía que últimamente la abuela Rosa se confundía más seguido, pero nadie esperaba que se perdiera en el mercado de Portales, ese lugar donde ella misma me llevaba de niño a comprar pan dulce y flores para el altar.
Corrí a casa, esquivando el tráfico imposible de Insurgentes, mientras mi mente repasaba cada detalle: la abuela con su reboso azul, su andar lento pero firme, su sonrisa cuando me decía que yo era su nieto favorito. ¿Cómo podía haberse perdido? ¿En qué momento dejamos de cuidarla como ella nos cuidó?
Cuando llegué, mi madre lloraba en la sala y mi hermana Mariana discutía con mi hermano Julián sobre quién tenía la culpa. —¡Tú nunca vienes a verla!— le reclamaba Mariana. —¡Y tú solo vienes a pedirle dinero!— respondía Julián. Yo solo quería salir a buscarla, pero mi madre me detuvo.
—Owen, tú tienes las llaves del apartamento. Si regresa, irá ahí. Ve a esperarla, por favor.
Subí las escaleras del viejo edificio en Narvarte con el corazón en la garganta. El apartamento olía a café y a recuerdos: las fotos en blanco y negro, los tapetes tejidos por sus manos, el sonido lejano de su risa. Me senté en el sillón y esperé. Afuera, la ciudad seguía rugiendo como si nada pasara.
A las nueve de la noche, escuché pasos lentos en el pasillo. Era ella. Traía una bolsa de naranjas y los ojos perdidos en algún recuerdo lejano.
—¿Dónde estabas, abuela?— le pregunté, tratando de no sonar tan asustado.
—Fui por naranjas para tu abuelo— respondió, como si él no hubiera muerto hace veinte años.
La abracé fuerte. Sentí su fragilidad y también su fuerza. Esa noche dormí en el sofá, por si acaso volvía a salir.
Días después, mi madre me llamó para decirme que la abuela había decidido dejarme el apartamento. —Dice que confía en ti para cuidarla— me dijo. Sentí una mezcla de orgullo y miedo. ¿Por qué yo? ¿Por qué no Mariana o Julián? ¿Por qué justo ahora que apenas podía con mi propia vida?
Los problemas no tardaron en llegar. Mariana me acusó de aprovecharme de la abuela. Julián dejó de hablarme. Mi madre intentaba mediar, pero todos sabíamos que el verdadero problema era otro: nadie quería aceptar que la abuela ya no era la misma.
Empecé a pasar más tiempo con ella. Le preparaba café con leche y escuchaba sus historias repetidas una y otra vez: cómo conoció al abuelo en una fiesta del barrio, cómo sobrevivió al terremoto del 85, cómo luchó para sacar adelante a sus hijos sola cuando mi abuelo murió. A veces se confundía y me llamaba «Luis», el nombre de mi padre. Otras veces me preguntaba si ya había hecho mi tarea, como cuando era niño.
Una tarde, mientras regábamos las plantas del balcón, me miró fijamente y dijo:
—No quiero ser una carga para ti, Owen.
Sentí un nudo en la garganta. —Nunca serás una carga, abuela. Tú me cuidaste toda la vida. Ahora me toca a mí.
Pero no era tan fácil como sonaba. Había días buenos y días malos. Días en que reíamos viendo telenovelas viejas y días en que ella lloraba porque no recordaba dónde estaba o quién era yo. A veces se encerraba en el baño y no quería salir. Otras veces intentaba salir sola a la calle.
Los vecinos empezaron a murmurar. «Pobre señora Rosa», decían. «Antes era tan fuerte». Yo sentía que todos me miraban con lástima o con juicio cuando salía con ella al parque.
Una noche, Mariana vino a visitarnos. Traía una caja con fotos antiguas y un pastel de chocolate.
—Perdón por lo que dije— me dijo en voz baja mientras la abuela dormía.— Es que me da miedo perderla…
Nos abrazamos y lloramos juntos. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba solo.
Pero Julián seguía distante. Un día llegó furioso al apartamento.
—¿Por qué te dejó todo a ti? ¡No es justo!— gritó.
—No es cuestión de justicia— le respondí.— Es cuestión de amor y responsabilidad.
Discutimos hasta quedarnos sin palabras. Al final, Julián se fue dando un portazo y yo me quedé temblando de rabia y tristeza.
El tiempo pasó y la memoria de la abuela siguió desvaneciéndose poco a poco. Pero también aprendí a valorar cada momento con ella: sus risas inesperadas, sus consejos sabios aunque repetidos, su forma única de ver el mundo.
Una tarde cualquiera, mientras tomábamos café viendo llover sobre la ciudad, me miró con sus ojos cansados pero llenos de amor y me dijo:
—Gracias por quedarte conmigo, Owen.
Le sonreí y sentí que todo valía la pena.
Ahora entiendo que heredar un apartamento no es solo recibir paredes y muebles; es heredar historias, responsabilidades y sobre todo amor. Y aunque a veces siento miedo o cansancio, sé que estoy haciendo lo correcto.
A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros estamos realmente preparados para cuidar a quienes nos cuidaron? ¿Cuántos preferimos mirar hacia otro lado antes que enfrentar lo inevitable?
¿Y tú? ¿Qué harías si tu abuela te necesitara así?