Volver a San Jacinto: El reencuentro que nunca imaginé

—¿Por qué volviste, Julián? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras el aroma a café recién colado llenaba el aire. Sus ojos, cansados y llenos de reproche, me miraban como si fuera un extraño. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que la ciudad me había devorado por dentro, que los rascacielos y el ruido no podían tapar el vacío que sentía?

Afuera, el sol de San Jacinto caía sobre las tejas rojas y las calles de tierra. Todo parecía igual, pero yo era otro. Habían pasado catorce años desde que me fui, huyendo de un escándalo familiar y de un amor imposible. Ahora, con treinta y dos años y una vida hecha trizas en Bogotá, regresaba buscando respuestas o, al menos, un poco de paz.

La noticia de mi regreso corrió como pólvora por el pueblo. En la tienda de don Ernesto, las señoras murmuraban detrás de sus abanicos: “El hijo de doña Teresa volvió… ¿será que viene a quedarse?” Yo fingía no escuchar, pero cada palabra era una piedra en mi espalda.

La primera noche fue la peor. El silencio del campo me obligó a enfrentar mis pensamientos. Recordé a Camila, mi primer amor, la hija del panadero. Éramos inseparables hasta aquella tarde en la que mi padre fue acusado de robar dinero de la cooperativa. Nadie pudo probar nada, pero el rumor bastó para destrozar nuestra familia. Mi madre y yo nos fuimos con lo puesto; Camila lloró en la plaza mientras yo me alejaba sin mirar atrás.

Al día siguiente, decidí caminar hasta el río donde solíamos pescar tilapias. El agua seguía igual de cristalina. Me senté en la orilla y cerré los ojos, dejando que el viento me trajera recuerdos: risas, promesas, besos robados bajo los mangos.

—¿Julián? —La voz era suave, pero inconfundible.

Abrí los ojos y ahí estaba ella. Camila. Su cabello oscuro recogido en una trenza, los mismos ojos grandes y sinceros. Por un segundo quise correr, pero mis piernas no respondieron.

—Hola, Camila —dije apenas en un susurro.

—Pensé que nunca volverías —me dijo, sentándose a mi lado sin pedir permiso.

El silencio entre nosotros era denso. Finalmente, ella habló:

—¿Por qué te fuiste sin despedirte?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle el miedo, la vergüenza? ¿Cómo decirle que cada noche soñaba con volver a ese mismo río?

—No podía quedarme —musité—. Todo se vino abajo tan rápido…

Ella asintió, mirando el agua.

—Mi papá nunca creyó que tu padre fuera culpable —dijo de pronto—. Pero nadie tuvo el valor de defenderlo.

Sentí un nudo en la garganta. El pueblo había condenado a mi familia sin pruebas. Y yo había dejado que el dolor nos separara.

—¿Tienes hijos? —pregunté para cambiar de tema.

Ella sonrió tristemente.

—Una niña. Se llama Lucía. Tiene doce años.

Quise preguntarle por el padre, pero me contuve. No era mi lugar.

Los días pasaron y empecé a ayudar a mi madre en la casa. Reparé goteras, pinté paredes y hasta sembré tomates en el patio. Poco a poco, los vecinos dejaron de mirarme con desconfianza. Algunos hasta me saludaban con una sonrisa tímida.

Una tarde, mientras arreglaba la cerca del jardín, Lucía apareció en la puerta.

—¿Usted es Julián? —me preguntó con curiosidad infantil.

Asentí y ella me miró fijamente.

—Mi mamá dice que usted pescaba los peces más grandes del río —dijo—. ¿Me enseña?

No pude evitar reírme. Tenía los mismos ojos de Camila.

—Claro que sí —le respondí—. Pero tienes que prometerme que no le vas a contar a nadie nuestro secreto: hay un pez dorado que solo aparece cuando uno cree en los milagros.

Lucía abrió los ojos como platos y asintió solemnemente.

Esa tarde fuimos al río los tres: Camila, Lucía y yo. Reímos como antes, aunque las heridas seguían ahí, latentes bajo la piel.

Pero San Jacinto no olvida tan fácil. Una noche escuché gritos en la plaza: alguien había pintado «LADRÓN» en la fachada de nuestra casa. Mi madre lloraba desconsolada; yo sentí una rabia antigua arder en mi pecho.

Al día siguiente fui a buscar a don Ernesto, el único testigo del supuesto robo de mi padre. Lo encontré sentado bajo el almendro frente a su tienda.

—Don Ernesto —le dije con voz temblorosa—, necesito saber la verdad. ¿Mi papá robó ese dinero?

El viejo bajó la mirada y suspiró largo rato.

—Tu padre era un hombre honesto —dijo al fin—. Pero tenía enemigos poderosos… Yo vi quién puso ese dinero en su maletín, pero tuve miedo de hablar.

Sentí que el mundo se me venía abajo. Tantos años cargando una culpa ajena…

Esa noche reuní valor y fui a la plaza. Llamé a todos los vecinos y conté lo que don Ernesto me había dicho. Algunos bajaron la cabeza avergonzados; otros murmuraron excusas. Pero algo cambió en sus miradas: por primera vez sentí compasión en vez de rechazo.

Camila se acercó y me tomó la mano frente a todos.

—Ya es hora de dejar atrás el pasado —dijo con firmeza—. San Jacinto necesita sanar igual que nosotros.

Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones: perdón, rabia, esperanza. Empecé a sentirme parte del pueblo otra vez. Lucía venía todos los días a buscarme para ir al río; mi madre sonreía más seguido; Camila y yo hablábamos hasta tarde bajo las estrellas.

Un día cualquiera, mientras pescábamos con Lucía, ella me miró seria:

—¿Por qué los adultos se pelean tanto por cosas viejas?

No supe qué responderle. Tal vez porque nos cuesta más perdonar que recordar.

Hoy escribo esto sentado bajo el mismo mango donde besé por primera vez a Camila. El pueblo ya no es el mismo; yo tampoco lo soy. Pero aprendí que uno nunca puede huir del todo de sus raíces ni del amor verdadero.

¿Será posible empezar de nuevo cuando todo parece perdido? ¿O estamos condenados a repetir los errores del pasado? Los leo…