Préstamos sin retorno: Cuando el dinero envenena la familia

—¿Otra vez, Estefanía? —mi voz temblaba, aunque intentaba mantener la calma—. ¿De verdad necesitabas ese bolso de diseñador?

Estefanía ni siquiera me miró. Se limitó a pasar la tarjeta de crédito, sonriendo a la vendedora como si yo fuera invisible. El olor a cuero nuevo y perfume caro llenaba la tienda, pero a mí me olía a traición.

Julián, mi esposo, me había jurado que su mamá nos devolvería el dinero. “Es solo un préstamo, Cami. Mi mamá siempre cumple”, me dijo hace tres meses, cuando Estefanía apareció en nuestra casa de Buenos Aires con los ojos hinchados de tanto llorar y una historia de deudas y amenazas de embargo. Yo no quería meterme, pero Julián insistió. “Es mi mamá”, repitió, como si eso fuera suficiente para justificar vaciar nuestros ahorros.

Al principio, me convencí de que era lo correcto. ¿Cómo no ayudar a la madre de mi esposo? Pero ahora, viendo a Estefanía presumir su nuevo bolso frente a sus amigas en el café más caro de Palermo, sentí que algo dentro de mí se rompía.

Esa noche, cuando Julián llegó del trabajo, lo esperé sentada en la cocina. El mate se enfriaba sobre la mesa. Él entró silbando, pero al verme seria, se detuvo.

—¿Qué pasó?

—Tu mamá se compró un bolso de veinte mil pesos —le solté sin rodeos—. ¿Y nosotros? Seguimos esperando que nos devuelva lo que le prestamos.

Julián suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Cami, no empieces otra vez…

—¿Otra vez? —le interrumpí—. ¡Julián, es nuestro dinero! No puedo seguir haciendo malabares para pagar la escuela de Sofi mientras tu mamá se da lujos.

Él bajó la mirada. Por primera vez noté que también estaba cansado.

—No sé qué hacer —admitió en voz baja—. Si le insisto, se pone mal… dice que soy un mal hijo.

Me levanté de golpe. El mate cayó al piso y se desparramó por las baldosas.

—¿Y yo? ¿Qué soy yo en esta historia?

Esa noche dormimos espalda con espalda. Sentí que una grieta invisible crecía entre nosotros.

Los días siguientes fueron una tortura. Cada vez que veía a Estefanía, ella encontraba la manera de criticar nuestras compras: “¿De verdad necesitaban ese microondas nuevo? Antes la gente calentaba la leche en olla y nadie se moría”. O lanzaba indirectas: “Algunos gastan en tonterías y después andan llorando por plata”.

Un domingo, durante el asado familiar, no aguanté más. Estábamos todos sentados en el patio: mi cuñado Martín con su novia, los chicos jugando a la pelota y Estefanía sirviendo ensalada como si nada pasara.

—Estefanía —dije en voz alta—, ¿cuándo pensás devolvernos el dinero?

El silencio fue inmediato. Martín dejó caer el tenedor y Julián me miró como si hubiera cometido un sacrilegio.

Estefanía se llevó una mano al pecho.

—¡Ay, Camila! ¿Así me hablás delante de todos? ¿Después de todo lo que hice por esta familia?

Sentí las miradas clavadas en mí. Pero ya no podía callar.

—No es justo —dije, con la voz quebrada—. Nosotros confiamos en vos. Hicimos sacrificios para ayudarte. Y vos…

Ella me interrumpió con lágrimas instantáneas:

—¡Siempre fui una buena madre! Si ahora estoy pasando un mal momento, ¿no puedo darme un gusto? ¿Acaso no tengo derecho?

Martín intervino:

—Mamá, Camila tiene razón. No podés hacer como si nada…

Pero Julián se puso de pie y me tomó del brazo.

—Vamos adentro —me ordenó entre dientes.

En la cocina, discutimos como nunca antes. Gritos ahogados para que los chicos no escucharan. Julián defendía a su madre; yo defendía nuestra dignidad.

—¡No podés ponerme entre vos y mi mamá! —me gritó él.

—¡No te pongo! ¡Ella lo hace cada vez que gasta nuestra plata y nos trata como idiotas!

Las semanas pasaron y la tensión se volvió insoportable. Empecé a evitar las reuniones familiares. Sofi preguntaba por qué ya no íbamos a lo de la abuela. Yo solo podía responder con evasivas.

Una tarde, mientras lavaba los platos, sentí que algo dentro de mí se quebraba definitivamente. Miré mi reflejo en la ventana y vi a una mujer cansada, con los ojos apagados.

Esa noche enfrenté a Julián por última vez:

—No puedo más —le dije—. O tu mamá nos paga o yo me voy con Sofi a casa de mi hermana hasta que esto se resuelva.

Él me miró con dolor y rabia mezclados.

—¿Vas a destruir nuestra familia por plata?

Negué con la cabeza, sintiendo las lágrimas correr por mis mejillas.

—No es por plata. Es por respeto.

Al día siguiente, Estefanía apareció en casa con un sobre arrugado lleno de billetes. No era todo el dinero, pero era algo.

—No quiero perder a mi familia —dijo bajito—. Pero tampoco quiero sentirme menos por necesitar ayuda.

La abracé, llorando las dos juntas en silencio. No sé si alguna vez podré confiar plenamente otra vez, pero aprendí que el dinero puede ser veneno si no hay honestidad ni límites claros.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas familias más se rompen por no hablar claro sobre el dinero? ¿Vale la pena callar para evitar el conflicto o es mejor enfrentar la verdad aunque duela?