Cuando mi marido perdió su trabajo y su madre nos dio la espalda: ahora somos nosotros quienes sostenemos su vida

—¿Y ahora qué hacemos, Lucía? —me preguntó Andrés, mi marido, con la voz quebrada y la mirada perdida en la factura del hospital.

Era la tercera vez en dos meses que recibíamos una notificación del hospital de La Paz. La cuenta de la UCI de su madre, Carmen, ascendía ya a más de cinco mil euros. Yo sentía un nudo en el estómago cada vez que veía el sobre blanco con el membrete azul. Nuestra hija, Marta, acababa de empezar segundo de bachillerato y soñaba con estudiar medicina en la Complutense. Pero nuestros ahorros menguaban a pasos agigantados.

Me acuerdo perfectamente de aquel invierno de 2012. Andrés acababa de perder su trabajo en la fábrica de Getafe. Yo trabajaba a media jornada en una papelería y apenas nos daba para pagar el alquiler y la comida. Fuimos a casa de Carmen, buscando un poco de comprensión o, al menos, un plato caliente. Ella nos recibió con los brazos cruzados y la boca apretada.

—No puedo ayudaros —dijo sin mirarnos a los ojos—. Bastante tengo con lo mío.

Andrés se quedó helado. Yo sentí rabia, pero también vergüenza. Salimos de allí sin decir palabra. Durante meses sobrevivimos gracias a la ayuda de mi hermana Pilar y algún que otro encargo que Andrés encontraba por internet. Carmen apenas llamaba para preguntar por Marta.

Ahora, doce años después, Carmen está postrada en una cama, con insuficiencia renal y problemas cardíacos. Su pensión no cubre ni la mitad de los gastos médicos. Su única familia somos nosotros. Y aquí estamos, hipotecando nuestro futuro para mantenerla viva.

—No es justo —le dije a Andrés una noche, mientras Marta hacía los deberes en la mesa del salón—. Cuando más lo necesitábamos, ella nos cerró la puerta. ¿Por qué tenemos que cargar ahora con todo?

Andrés me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Es mi madre, Lucía. No puedo dejarla tirada.

A veces pienso que el sentido del deber es una maldición hereditaria en esta familia. Mi suegra nunca fue cariñosa ni generosa. Siempre decía que cada uno debía apañárselas solo. Pero ahora que está indefensa, espera que nosotros seamos mejores que ella.

La situación se volvió insostenible cuando el hospital nos avisó de que debíamos abonar una parte del tratamiento si queríamos que Carmen siguiera recibiendo diálisis. Yo tenía miedo de abrir la cuenta bancaria cada mañana. Marta empezó a notar el ambiente tenso en casa.

—¿Va a pasar algo malo, mamá? —me preguntó una tarde mientras fregábamos los platos.

—No, cariño —mentí—. Solo estamos un poco preocupados por la abuela.

Marta bajó la cabeza y siguió fregando en silencio. Me sentí una madre horrible por arrastrarla a esta tormenta.

Una noche, después de cenar, Andrés y yo discutimos más fuerte que nunca.

—¡No podemos seguir así! —grité—. ¡Estamos sacrificando el futuro de nuestra hija por alguien que nunca movió un dedo por nosotros!

Andrés se tapó la cara con las manos.

—¿Qué quieres que haga? ¿Que la deje morir?

Me quedé callada. No tenía respuesta. Solo sentía rabia y cansancio.

Al día siguiente, fui al hospital sola para hablar con Carmen. La encontré despierta, mirando por la ventana gris del invierno madrileño.

—Hola, Carmen —dije sin entusiasmo.

Ella me miró con esos ojos duros que siempre me intimidaron.

—¿Vienes a echarme en cara algo?

Me sorprendió su franqueza.

—No —respondí—. Solo quería saber si alguna vez pensaste en nosotros cuando te necesitábamos.

Carmen suspiró y apartó la mirada.

—No soy buena madre, Lucía. Nunca lo fui. Pero no quiero ser una carga para vosotros.

Por primera vez vi un atisbo de vulnerabilidad en ella. Me senté a su lado y le cogí la mano.

—No es tan sencillo —le dije—. Andrés no puede dejarte sola. Pero esto nos está destrozando.

Carmen apretó mi mano con fuerza inesperada.

—Haz lo que tengas que hacer. No quiero arruinaros la vida.

Salí del hospital con el corazón hecho trizas. ¿De verdad podíamos dejarla sin ayuda? ¿O era nuestro deber seguir adelante aunque nos costara todo?

Esa noche hablamos los tres: Andrés, Marta y yo. Por primera vez incluimos a nuestra hija en la conversación.

—¿Qué opinas tú, Marta? —le pregunté.

Ella nos miró seria, como si hubiera envejecido de golpe.

—La abuela nunca fue buena con vosotros, pero si la dejamos sola seremos iguales que ella. Yo no quiero ser así.

Sentí una mezcla de orgullo y tristeza al escucharla. Decidimos seguir ayudando a Carmen, pero también buscar apoyo social y psicológico para no hundirnos nosotros mismos.

Hoy sigo preguntándome si hicimos lo correcto o si solo perpetuamos un ciclo de sacrificio inútil. ¿Hasta dónde llega el deber familiar? ¿Cuándo es justo pensar primero en uno mismo?