Cuando Papá Cruzó la Puerta Después de Treinta Años

—¿Quién es? —pregunté desde el interfono, con ese tono seco que uno adopta cuando espera una entrega y no una sorpresa.

—Soy tu papá, Emiliano.

El mundo se detuvo. El aire se volvió denso en el penthouse de Polanco, y sentí que los ventanales iban a estallar con el peso de ese nombre. Treinta años sin escuchar su voz, y ahora sonaba más vieja, más gastada, pero inconfundible. Mi corazón se aceleró como si tuviera ocho años otra vez, esperando en la ventana a que regresara de la tienda con las tortillas y nunca volviera.

No supe qué hacer. Mi esposa, Mariana, me miró desde la cocina con una ceja arqueada. —¿Todo bien?— preguntó, pero no respondí. Bajé a abrir la puerta como un autómata. Ahí estaba: más bajo de lo que recordaba, con el cabello canoso y una mirada que no sabía si era de culpa o esperanza.

—Hola, hijo —dijo, y sentí que la palabra me arañaba por dentro.

No lo abracé. No podía. Lo invité a pasar por pura cortesía, o tal vez porque necesitaba respuestas. Subimos en silencio. Mariana preparó café y se fue al cuarto con nuestro hijo pequeño, Emiliano Jr., para dejarnos solos.

—¿Por qué ahora? —pregunté sin rodeos.

Él suspiró, mirando la taza entre sus manos temblorosas.—La vida me pasó por encima, hijo. Me enfermé… y pensé que era hora de buscarte antes de que fuera tarde.

Me reí amargamente.—¿Y antes? ¿No era tarde cuando mamá lloraba todas las noches? ¿Cuando tuve que trabajar desde los quince para ayudarla? ¿Cuando me gradué solo porque tú no estabas?

Él bajó la cabeza.—No hay excusa para lo que hice. Solo… quería verte. Saber si puedes perdonarme.

Las palabras flotaron entre nosotros como cuchillos. Recordé las veces que mi madre, Lucía, me decía: “No todos los hombres son como tu papá”. Pero yo nunca le creí. Crecí desconfiando de todos. Me volví adicto al trabajo, a los logros, a demostrarle al mundo —y a mí mismo— que podía salir adelante sin él.

En la empresa donde trabajo, todos me respetan. Soy el director más joven en la historia del grupo financiero. Tengo dos autos de lujo y un departamento con vista al Castillo de Chapultepec. Pero nada de eso llenó el hueco que dejó su ausencia.

—¿Qué quieres de mí? —insistí.

—Solo hablar… saber cómo has estado… conocer a mi nieto si me lo permites.

Sentí rabia y tristeza mezcladas. ¿Por qué tenía que cargar yo con su culpa? ¿Por qué tenía que abrirle la puerta después de todo lo que sufrimos mamá y yo?

Me levanté y caminé hacia el ventanal.—¿Sabes cuántas veces soñé con este momento? Pero en mis sueños tú venías a pedirme perdón y yo te gritaba todo lo que me dolió tu abandono. Ahora estás aquí y no sé si quiero gritarte o abrazarte.

Él se limpió una lágrima.—No espero que me perdones hoy. Solo quería verte… saber si puedo hacer algo para reparar el daño.

Me senté frente a él.—¿Tienes idea de lo difícil que fue crecer sin ti? En la escuela todos tenían papá en los festivales. Yo solo tenía a mamá y a mi abuela Rosa. Cuando cumplí dieciocho años y entré a la universidad con beca, juré nunca ser como tú.

Él asintió.—Lo sé… Y me duele más de lo que imaginas.

El silencio se hizo pesado otra vez. Afuera, la ciudad seguía su ritmo frenético: cláxones, vendedores ambulantes, niños jugando en el parque. Aquí adentro, dos desconocidos intentaban reconstruir un puente roto hace décadas.

—¿Por qué te fuiste realmente? —pregunté finalmente.

—Me enamoré de otra mujer —confesó—. Pensé que podía empezar de nuevo… pero nunca fui feliz. Perdí todo: a ella, a ti, a tu madre… Ahora estoy solo y enfermo.

Sentí lástima y enojo al mismo tiempo.—¿Y crees que puedes regresar como si nada?

—No —admitió—. Solo quiero pedirte perdón… aunque no me lo des.

En ese momento entró Emiliano Jr., con su pelota bajo el brazo.—¿Quién es él, papá?

Mi padre lo miró con ternura.—Soy tu abuelo… si me dejas serlo.

El niño lo miró curioso y luego me miró a mí.—¿Puedo jugar con él?

No supe qué responder. Miré a mi padre y vi en sus ojos una súplica muda. Recordé a mi madre diciéndome que el rencor solo envenena el alma. Tal vez era momento de dejar entrar un poco de luz en esa herida abierta.

—Puedes jugar un rato —dije finalmente.

Vi cómo mi hijo le enseñaba su colección de carritos mientras mi padre intentaba sonreír entre lágrimas. Mariana salió del cuarto y me abrazó por detrás.—Haz lo que sientas correcto —susurró.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había perdido por culpa del abandono: confianza, inocencia, alegría simple. Pero también pensé en todo lo que había ganado: fortaleza, resiliencia, éxito… aunque a veces sentía que todo era una fachada para ocultar mi dolor.

Al día siguiente llevé a mi padre al hospital para sus estudios médicos. No sé si podré perdonarlo por completo algún día, pero al menos quiero intentarlo por mí… y por mi hijo.

A veces me pregunto: ¿cuántos hombres y mujeres en Latinoamérica han crecido con una herida similar? ¿Cuántos han tenido que aprender a vivir con la ausencia y el rencor? ¿Vale la pena seguir cargando ese peso o es posible sanar y empezar de nuevo?