¿Por qué debería importarme ahora? La historia de Lucía y el hijo perfecto

—¿Por qué no puedes ser más como Álvaro? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como el mármol de la encimera. Tenía quince años y acababa de llegar con un notable en matemáticas. Pero para ella, eso nunca era suficiente. Álvaro, mi hermano mayor, sacaba sobresalientes sin esfuerzo y era el orgullo de la familia. Yo era Lucía, la que siempre llegaba tarde, la que olvidaba poner la mesa, la que no sabía elegir bien a sus amigas.

Ahora, veinte años después, estoy sentada en la sala de espera del hospital de La Paz en Madrid. Mi madre está ingresada tras un ictus y todos esperan que yo, la hija «responsable» —porque Álvaro vive en Londres y apenas llama—, me haga cargo de todo. Mi padre murió hace años y los tíos apenas aparecen por aquí. Siento una rabia antigua bullendo en mi pecho, una mezcla de culpa y resentimiento que me asfixia.

—Lucía, hija, ¿puedes quedarte esta noche con mamá? —me pregunta mi tía Carmen por teléfono—. Álvaro dice que no puede venir hasta el mes que viene.

—Claro —respondo con voz neutra—. No te preocupes.

Cuelgo y me quedo mirando el móvil. ¿Por qué siempre soy yo? ¿Por qué nadie le exige nada a Álvaro? Recuerdo las cenas familiares, las miradas de admiración cuando él contaba sus logros en la universidad, los regalos caros en Reyes mientras yo recibía calcetines o libros usados. Recuerdo a mi madre diciendo: «Tu hermano es especial, Lucía. Tú eres fuerte, tú puedes con todo». Pero nadie preguntó nunca si yo quería ser fuerte.

Entro en la habitación del hospital. Mi madre duerme, pálida y frágil. Me siento a su lado y le cojo la mano. Siento una punzada de ternura mezclada con rencor. ¿Cómo se perdona una infancia entera sintiéndose invisible?

El médico entra y me explica el tratamiento. Asiento sin escuchar realmente. Pienso en mi trabajo —soy profesora en un instituto público— y en mis dos hijos pequeños esperando en casa con su padre, Javier. Pienso en las noches sin dormir, en las reuniones del AMPA, en las facturas que no dejan de llegar. Y ahora esto: cuidar de una madre que nunca supo cuidarme a mí.

Esa noche, mientras limpio el sudor frío de su frente, mi madre abre los ojos y me mira con una mezcla de confusión y miedo.

—¿Eres tú, Lucía?

—Sí, mamá. Soy yo.

—¿Dónde está Álvaro?

Me trago las lágrimas.

—En Londres, mamá. No puede venir ahora.

Ella asiente y cierra los ojos otra vez. Me siento invisible incluso aquí, incluso ahora.

Al día siguiente, Álvaro llama por videollamada. Su imagen aparece sonriente en la pantalla del móvil.

—¡Lucía! ¿Cómo está mamá?

—Igual —respondo seca—. El médico dice que hay que esperar.

—Oye, gracias por estar ahí. Ya sabes cómo es esto del trabajo…

—Claro —le corto—. No te preocupes.

Cuelgo antes de que pueda decir nada más. Siento ganas de gritarle todo lo que llevo dentro: que siempre fue el favorito, que nunca tuvo que esforzarse por nada, que yo también existo.

Esa tarde, mientras paseo por el pasillo del hospital, escucho a dos enfermeras hablar:

—La hija está todo el día aquí…

—Sí, pobre mujer. Los hijos varones siempre se desentienden.

Me arde la cara de rabia e impotencia. ¿Por qué nadie ve lo difícil que es esto para mí? ¿Por qué todos esperan que las hijas sean las cuidadoras? ¿Por qué nadie pregunta si quiero o puedo hacerlo?

Días después, Álvaro aparece por fin. Llega con flores caras y una sonrisa perfecta. Mi madre se ilumina al verle.

—¡Álvaro! Mi niño…

Yo me hago a un lado mientras él se sienta junto a ella y le cuenta historias de su vida en Londres: cenas elegantes, ascensos en la empresa, viajes a París. Mi madre le escucha embelesada y yo siento cómo se me encoge el corazón.

Esa noche discutimos en el pasillo del hospital.

—No puedes aparecer aquí dos días y hacer como si nada —le espeto—. Llevo semanas sola con esto.

—Lucía, no empieces… Sabes que mamá siempre ha estado más pendiente de mí porque tú eres más fuerte.

—¿Y quién decidió eso? ¿Tú? ¿Ella? ¿Y si yo también necesitaba cariño alguna vez?

Álvaro baja la mirada y no responde. Me doy cuenta de que nunca va a entenderlo.

Los días pasan y mi madre empeora. Una tarde me pide perdón con voz temblorosa:

—Lo siento, Lucía… No supe hacerlo mejor…

Lloro en silencio mientras le acaricio el pelo canoso.

Ahora estoy aquí, sentada junto a su cama vacía tras su muerte. Álvaro ha vuelto a Londres; yo me quedo recogiendo los papeles del hospital y organizando el funeral.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar todo esto: el favoritismo, la soledad, la carga invisible que siempre recae sobre los mismos hombros. ¿Cuántas Lucías hay en España cuidando de madres que nunca supieron quererlas como necesitaban? ¿Realmente tenemos elección o solo repetimos lo que nos enseñaron?