El eco de las paredes rotas

—¡Mamá, el grifo otra vez! —gritó Lucas desde el baño, su voz aguda rebotando en las paredes desconchadas.

Corrí, con las manos aún llenas de harina, dejando la masa a medio amasar sobre la encimera. El agua caía como una cascada, inundando el suelo de baldosas agrietadas. Me arrodillé, intentando cerrar la llave, mientras Lucas me miraba con ese gesto entre desafío y miedo que últimamente era su única expresión.

—No toques nada —le advertí, pero ya era tarde. Había metido la mano en el charco y ahora lloriqueaba porque el agua estaba fría.

A veces me pregunto en qué momento mi vida se convirtió en esto: una sucesión de pequeñas catástrofes domésticas y discusiones interminables con un niño que parece odiarme. Cuando era niña, en Salamanca, soñaba con una casa blanca, un jardín lleno de geranios y un perro llamado Chispa. Ahora vivo en un piso antiguo en Vallecas, con goteras en el techo y un hijo que grita más de lo que ríe.

Mi marido, Sergio, llega tarde casi todas las noches. Siempre tiene una excusa: el atasco, el jefe, los clientes. Pero yo sé que prefiere quedarse en el bar con sus amigos antes que enfrentarse al caos de nuestra casa. Cuando entra, ni siquiera me mira. Se encierra en el salón con el móvil y la tele encendida.

—¿No puedes ayudarme un poco? —le pregunté una noche, mientras recogía los juguetes desperdigados por el pasillo.

—Estoy cansado, Lucía. Trabajo todo el día para que tengamos algo que llevarnos a la boca —respondió sin apartar la vista del partido.

—¿Y yo qué hago? ¿Crees que esto es fácil?

No contestó. Solo subió el volumen.

Lucas empezó a tener rabietas cada vez más fuertes. En el colegio me llamaban para decirme que pegaba a otros niños o se negaba a hacer los deberes. La orientadora me sugirió buscar ayuda psicológica, pero ¿cómo iba a pagarla si apenas llegábamos a fin de mes?

Las noches eran peores. Lucas se despertaba gritando, empapado en sudor. Yo corría a su cuarto y lo abrazaba fuerte, aunque él me apartaba de un empujón.

—¡No quiero estar aquí! ¡Quiero irme con la abuela! —me gritó una vez.

Me dolió más de lo que debería. Mi madre siempre decía que la maternidad era dura, pero nunca me habló de este cansancio que te cala los huesos ni de la soledad que te muerde por dentro.

Un sábado por la mañana, mientras intentaba arreglar una persiana rota, escuché a Lucas hablando solo en su habitación. Me asomé y lo vi sentado en el suelo, rodeado de sus muñecos.

—Mamá siempre está enfadada —le decía al oso de peluche—. Ojalá tuviera otra mamá.

Sentí un nudo en la garganta. Me senté junto a él y le acaricié el pelo, pero se apartó.

—¿Por qué no eres como las otras mamás? —me preguntó sin mirarme.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que yo también estaba rota por dentro? Que cada día me levantaba prometiéndome ser mejor madre y cada noche me acostaba sintiéndome un fracaso.

La casa seguía desmoronándose: una tubería reventada, la lavadora estropeada, las paredes llenas de humedad. Llamé al seguro, pero solo cubrían lo mínimo. Sergio decía que no había dinero para reformas.

Una tarde, después de otra pelea con Lucas porque no quería hacer los deberes, salí al balcón y miré las luces de Madrid encendiéndose poco a poco. Pensé en marcharme. Dejarlo todo: la casa, Sergio, incluso a Lucas. Pero enseguida me sentí culpable solo por pensarlo.

Esa noche, Sergio llegó más tarde de lo habitual. Olía a alcohol y traía los ojos vidriosos.

—¿Dónde estabas? —le pregunté con voz temblorosa.

—¿Ahora eres mi madre? —me respondió con desprecio.

Discutimos. Gritamos tanto que Lucas se encerró en el baño y no quiso salir hasta que le prometí que no íbamos a separarnos.

Al día siguiente, mi madre vino a visitarnos. Al ver el estado de la casa y mi cara demacrada, me abrazó fuerte.

—Lucía, hija… No tienes por qué aguantar esto sola —me susurró al oído.

Lloré como no lloraba desde niña. Le conté todo: mi miedo a fallar como madre, mi rabia hacia Sergio, mi agotamiento infinito.

—Tienes derecho a pedir ayuda —me dijo—. No eres menos madre por necesitarla.

Esa noche dormí en casa de mi madre con Lucas. Él se acurrucó contra mí como cuando era pequeño y por primera vez en meses sentí algo parecido a la paz.

Ahora escribo esto desde la habitación donde crecí. La casa sigue siendo vieja y pequeña, pero aquí las paredes no se caen encima y hay alguien que me escucha sin juzgarme.

No sé qué pasará mañana: si volveré con Sergio o buscaré otro camino sola con Lucas. Solo sé que ya no quiero seguir fingiendo que todo está bien mientras me hundo poco a poco.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres estarán ahora mismo luchando solas entre paredes rotas y sueños deshechos? ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda antes de rompernos del todo?