Olvidada por Todos: El Testamento de la Abuela Rosa
—¿Por qué nadie viene a verme? —me pregunté en voz baja, mientras el reloj de la sala marcaba las seis de la tarde y la luz del sol se colaba tímida por la ventana. El eco de mi propia voz me devolvió el silencio. En ese instante, sentí que mi vida era como ese reloj: seguía andando, pero nadie lo notaba.
Mi nombre es Rosa Martínez. Vivo en un pequeño pueblo de Jalisco, donde las calles huelen a tierra mojada y los vecinos se saludan aunque no se conozcan bien. Hace años, mi casa era un bullicio: mi hijo Javier corría con sus hijos, Valeria y Emiliano, por el patio, mientras mi nuera Lucía preparaba café en la cocina. Ahora, sólo queda el sonido de mis pasos arrastrándose por el pasillo y el crujir de las fotos viejas cuando las saco del cajón.
Todo cambió cuando Javier consiguió trabajo en la ciudad. «Es por el bien de todos, mamá», me dijo una tarde, con la mirada baja. Yo asentí, aunque sentí que una parte de mí se rompía. Prometieron visitarme cada mes, pero los meses se hicieron años. Al principio llamaban los domingos; luego, sólo en Navidad o mi cumpleaños. Después, ni eso.
Una tarde de julio, mientras regaba mis plantas, escuché a las vecinas hablar del testamento de Don Ernesto, el carnicero del pueblo. «Mira que sus hijos ni lo pelaban hasta que se enteraron que tenía terrenos», decían. Me reí para mis adentros, pero esa noche no pude dormir. ¿Sería yo también un recuerdo olvidado hasta que mi herencia los hiciera regresar?
Decidí escribir mi testamento. No porque tuviera mucho: apenas esta casa vieja y un terreno donde crecen limones y naranjos. Pero quería dejar claro que lo poco que tenía debía ir a quien realmente me quisiera, no a quien sólo recordara mi nombre cuando ya no estuviera.
El notario, Don Felipe, me miró con lástima cuando le conté mi historia. «Doña Rosa, ¿está segura? Esto puede traer problemas en la familia». Yo asentí con firmeza. «Más problemas que el olvido no creo que haya».
Pasaron los meses y mi salud empezó a flaquear. Un día desperté con fiebre y un dolor en el pecho que me hizo pensar que el final estaba cerca. Llamé a Javier, pero su teléfono sonó y sonó sin respuesta. Mandé mensajes a Valeria y Emiliano por WhatsApp; ninguno contestó. Lucía sólo mandó un emoji de carita triste.
Me sentí invisible.
Una semana después, Don Felipe vino a visitarme. «Doña Rosa, su testamento está listo. ¿Quiere agregar algo más?» Lo miré con lágrimas en los ojos: «Sí… Quiero dejar una carta para cada uno».
Esa noche escribí tres cartas: una para Javier, otra para Valeria y otra para Emiliano. Les conté cómo me dolía su ausencia, cómo cada rincón de la casa guardaba un pedazo de ellos y cómo hubiera dado cualquier cosa por volver a escuchar sus risas en el patio.
El día que fallecí —me lo contó después Doña Carmen, mi vecina— fue como si el pueblo entero se hubiera detenido. Nadie esperaba que la abuela Rosa se fuera tan pronto. Pero lo más triste fue ver llegar a mi familia al velorio: rostros serios, incómodos, como si no supieran dónde poner las manos ni qué decir.
—¿Por qué nadie nos avisó antes? —preguntó Javier con voz dura.
—Porque nunca contestaban —le respondió Doña Carmen sin rodeos.
Al día siguiente, Don Felipe leyó mi testamento frente a todos. «La casa y el terreno serán para quien haya estado conmigo en vida». Hubo un silencio incómodo. Nadie entendía.
Entonces Don Felipe sacó las cartas y las entregó una por una. Vi —desde algún lugar— cómo las manos de Javier temblaban al abrir la suya:
«Hijo,
No te culpo por buscar una vida mejor. Pero me dolió tu ausencia más que cualquier pobreza. Ojalá recuerdes que lo más valioso no es lo que te dejo en papeles, sino los momentos que dejamos pasar sin darnos cuenta».
Valeria lloró al leer la suya:
«Mi niña,
Siempre soñé con verte graduar y abrazarte fuerte. No estuve en tus fiestas ni tú en mis cumpleaños, pero siempre te llevé en el corazón».
Emiliano apretó los labios:
«Mi niño,
Sé que la vida es difícil y que crecer duele. Sólo espero que algún día entiendas que los abuelos no somos eternos».
Al final, Don Felipe aclaró:
—La casa y el terreno serán donados al asilo del pueblo para que ningún abuelo pase sus últimos días solo.
Javier protestó:
—¡Pero mamá quería que esto quedara en familia!
Doña Carmen intervino:
—¿En familia? ¿Dónde estaba la familia cuando ella más los necesitaba?
El pueblo entero murmuraba. Algunos decían que era justo; otros, que era una locura. Pero yo —desde donde estuviera— sentí paz por primera vez en años.
Hoy sólo quedo en las fotos viejas y en las historias que cuentan los vecinos sobre la abuela Rosa que regalaba limones y sonrisas aunque le faltaran abrazos.
¿De qué sirve una herencia si no hay amor? ¿Cuántos abuelos más tendrán que irse solos para que sus familias despierten antes de que sea demasiado tarde?