Manzanas en Lugar de Oro: El Día que Mi Hermana Me Cerró la Puerta en la Cara

—¿Eso es todo lo que trajiste, Camila? —La voz de Victoria retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la mesa donde dejé la bolsa de manzanas. No había ni un abrazo, ni una sonrisa. Solo esa mirada suya, tan dura, tan distinta a la hermana mayor que me cuidaba cuando éramos niñas en nuestra casa de barrio en Córdoba.

Me quedé parada, con las manos vacías y el corazón latiendo fuerte. Había elegido las manzanas con cariño esa mañana en la feria del barrio San Vicente, pensando en sus hijos, en lo mucho que les gustaba la fruta fresca. Pero Victoria esperaba otra cosa. Quizás una caja de bombones importados, o algún perfume caro como los que suele mostrar en sus historias de Instagram.

—Son manzanas orgánicas, Vicky —intenté suavizar el momento—. Pensé que a los chicos les gustaría.

Ella suspiró, cruzando los brazos. Su esposo, Julián, ni siquiera levantó la vista del celular. Los mellizos jugaban en el patio y la pequeña Sofía miraba desde la escalera, como si presintiera el drama que se avecinaba.

—¿Vos sabés lo que me costó organizar todo esto? —me reprochó Victoria—. ¿Y venís con una bolsa de manzanas? ¡Ni siquiera las lavaste!

Sentí cómo se me apretaba la garganta. Recordé los años en que compartíamos una sola cama porque no había espacio para más. Cuando mamá nos daba una manzana partida en cuatro para merendar y Victoria me daba su parte si yo tenía hambre.

Ahora todo era distinto. Ella vivía en un dúplex con pileta y yo alquilaba una pieza en Nueva Córdoba, haciendo malabares para pagar la facultad y el alquiler. Pero nunca pensé que el dinero nos separaría tanto.

—No vine por la comida ni por los regalos —le dije bajito—. Vine porque sos mi hermana.

Victoria bufó y se giró hacia la cocina. Escuché cómo le murmuraba algo a Julián, quien apenas asintió. Sentí las miradas de los otros invitados: mi hermano Matías, siempre tan correcto, y mis hermanos menores, David y Abril, que apenas levantaron la vista de sus celulares.

La tarde siguió entre silencios incómodos y risas forzadas. Nadie tocó las manzanas. Cuando intenté acercarme a Sofía para jugar con ella, Victoria me detuvo con una mano firme en el hombro.

—Mejor no, Camila. Los chicos están ocupados.

Me sentí invisible. Como si mi presencia molestara, como si mi regalo humilde fuera una ofensa imperdonable. Recordé cómo Victoria solía defenderme de los chicos del barrio cuando se burlaban de mi ropa gastada. ¿En qué momento se volvió tan dura?

Al caer la tarde, decidí irme antes de que oscureciera. Fui a buscar mi bolso y escuché a Victoria hablando por teléfono en la cocina:

—Sí, mamá… No, no trajo nada decente… Una bolsa de manzanas nomás…

Sentí un nudo en el estómago. Salí al pasillo y ella apareció detrás mío, con la puerta entreabierta.

—¿Ya te vas? —preguntó sin emoción.

—Sí… Tengo que estudiar —mentí.

—Bueno… La próxima vez, avisá si vas a venir con las manos vacías —dijo antes de empujar suavemente la puerta contra mí.

El golpe seco resonó más fuerte que cualquier grito. Me quedé unos segundos mirando la madera blanca, escuchando las voces apagadas del otro lado. Bajé las escaleras sintiendo que cada paso pesaba toneladas.

Caminé por las calles del barrio privado hasta llegar a la parada del colectivo. El sol caía detrás de los edificios nuevos y yo no podía dejar de pensar en todo lo que habíamos perdido como familia.

Esa noche, Matías me escribió por WhatsApp:

“Che, no te lo tomes personal. Vicky está estresada.”

No respondí. ¿Cómo explicarle que no era solo estrés? Era orgullo, era distancia, era esa herida invisible que crece cuando dejamos de vernos como iguales.

David y Abril tampoco dijeron nada. Supongo que para ellos era más fácil ignorar el conflicto y seguir con sus vidas universitarias.

Pasaron los días y nadie me llamó. Ni siquiera mamá preguntó cómo estaba. Me sentí sola como nunca antes. Empecé a dudar de mí misma: ¿había sido tacaña? ¿Debería haber pedido prestado para comprar algo más caro?

Pero después recordé a papá, siempre tan sencillo, diciendo: “Lo importante es el gesto, no el precio.”

Una semana después, recibí un mensaje inesperado: era Sofía, desde el celular de Victoria.

“Tía Cami, ¿me traés manzanas cuando vengas?”

Lloré como una nena. Porque entendí que los niños ven lo esencial: el amor detrás del gesto simple.

Hoy escribo esto sin saber si algún día Victoria entenderá lo mucho que dolió ese portazo. Pero también sé que no quiero dejar de ser quien soy por encajar en expectativas ajenas.

¿Vale la pena sacrificar nuestra esencia para agradar a quienes amamos? ¿O debemos aprender a aceptar los regalos sencillos de la vida antes de perderlos para siempre?