Un hijo en el umbral: el sueño que llegó de otra manera

—¿Por qué a mí? —susurré, apretando la sábana entre mis dedos, mientras escuchaba el eco de mi llanto en la habitación oscura. El reloj marcaba las tres de la mañana y, una vez más, el silencio era mi único testigo. Mi esposo, Andrés, dormía a mi lado, agotado por otra jornada de trabajo en la panadería familiar. Yo, en cambio, no podía dormir. El vacío en mi vientre era más fuerte que cualquier cansancio.

Cinco años. Cinco años de pruebas, inyecciones, ultrasonidos y falsas esperanzas. Cinco años viendo cómo mis amigas del barrio —Mariana, Lucía, hasta la joven Paola— anunciaban embarazos con sonrisas radiantes y pancitas que crecían como promesas. Yo solo tenía una carpeta llena de exámenes médicos y una colección de frascos vacíos de hormonas.

—Kimberly, no te obsesiones —me decía mi mamá cada domingo, mientras servía el café en la mesa grande de la casa de mis padres en Tegucigalpa—. Dios sabe cuándo es el momento.

Pero yo no quería esperar más. Andrés y yo habíamos gastado todos nuestros ahorros en clínicas privadas. La última doctora fue clara:

—Tus trompas están demasiado dañadas, Kimberly. Las probabilidades son mínimas.

Salí del consultorio sintiendo que una parte de mí se desmoronaba. Andrés me abrazó en el estacionamiento, pero yo solo podía pensar en las palabras de la doctora repitiéndose como un eco cruel.

La tensión empezó a colarse entre nosotros. Andrés se quedaba más tiempo en la panadería; yo evitaba las reuniones familiares para no escuchar los comentarios de tías y vecinas:

—¿Y ustedes para cuándo?

Una tarde lluviosa, mientras barría el patio, vi a una niña descalza asomada al portón. Tenía los ojos grandes y el cabello revuelto.

—¿Tienes pan duro? —preguntó con voz tímida.

Le di un bolillo y un vaso de leche caliente. Se llamaba Valeria y vivía con su abuela enferma en una casita improvisada al final del callejón. Desde ese día empezó a venir seguido. A veces traía dibujos para mí; otras veces solo buscaba refugio del frío o del hambre.

Andrés al principio se molestó:

—No podemos hacernos cargo de todos los niños del barrio, Kim.

Pero yo sentía que Valeria llenaba un hueco en mi vida. Le enseñé a leer y a escribir su nombre. Le compré un abrigo usado en el mercado y le tejí una bufanda azul.

Una noche, Valeria llegó llorando. Su abuela había muerto y unos hombres querían echarla de la casa. No tenía a dónde ir.

—No podemos dejarla sola —le dije a Andrés, con la voz quebrada—. No puedo.

Él me miró largo rato antes de asentir en silencio. Esa noche Valeria durmió en nuestro sofá, abrazada a un peluche viejo que le regalé.

Los días siguientes fueron un torbellino: trámites con la municipalidad, visitas al DIF, entrevistas con trabajadoras sociales. Algunos vecinos murmuraban:

—¿Por qué no buscan un hijo propio?

Mi suegra fue la más dura:

—Eso no es lo mismo que tener sangre propia.

Pero yo ya sentía que Valeria era mía. Cuando me dijo «mamá» por primera vez, sentí que todo el dolor de los últimos años se transformaba en algo nuevo: esperanza.

No fue fácil. Hubo noches en que Valeria lloraba por su abuela y yo me sentía impotente. Andrés también tuvo sus dudas:

—¿Y si algún día nos la quitan?

Pero juntos aprendimos a ser familia. Celebramos su cumpleaños con pastel de tres leches y globos reciclados. La inscribimos en la escuela pública del barrio y cada tarde hacíamos la tarea juntas.

Un día, mientras caminábamos al mercado, una vecina se acercó:

—¿Es tu hija?

La miré a los ojos y respondí sin dudar:

—Sí, es mi hija.

A veces me pregunto si algún día dejará de dolerme no haber sentido una vida crecer dentro de mí. Pero cuando Valeria me abraza fuerte y me dice que me quiere «hasta el cielo», sé que la maternidad es mucho más que sangre o genes.

Hoy miro atrás y entiendo que los sueños a veces llegan disfrazados de otras cosas: de una niña hambrienta en la puerta, de una familia improvisada pero llena de amor.

¿Quién decide qué es una madre? ¿Cuántos niños esperan ser encontrados donde menos lo imaginamos? ¿Y cuántas mujeres como yo siguen esperando sin saber que el milagro puede estar tocando su puerta?