¿Y si nunca llega ese momento?
—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —me pregunta mi suegra, Carmen, con ese tono que mezcla preocupación y reproche mientras dejo las llaves sobre la mesa del recibidor.
Respiro hondo. El olor a cocido llena el piso pequeño de Vallecas, donde Álvaro y yo vivimos desde hace dos años. Él está sentado en el sofá, la mirada perdida en la pantalla del móvil. Ni siquiera levanta la vista cuando entro.
—He tenido que quedarme a cerrar la tienda —respondo, quitándome el abrigo—. Ya sabes cómo está todo últimamente.
Carmen suspira y se va a la cocina. Yo me acerco a Álvaro y le acaricio el pelo. Él sonríe, pero es una sonrisa cansada, casi automática.
—¿Qué tal el día? —le pregunto.
—Lo de siempre. He echado un par de currículums, pero nada serio. —Hace una pausa y añade—: Si tuviéramos un niño, seguro que me espabilaba más.
Esa frase me golpea como una bofetada. No es la primera vez que la dice. La primera vez me hizo gracia; ahora me da miedo.
—¿Y si ese niño nunca llega? —le susurro, casi sin querer oírme yo misma.
Álvaro me mira por fin, con los ojos grandes y sinceros que me enamoraron. Pero también veo en ellos una sombra de resignación.
—No digas eso, Lucía. Todo el mundo tiene hijos tarde o temprano. Es lo normal.
Me siento a su lado y dejo que el silencio se instale entre nosotros. Pienso en mis compañeras de la tienda: Marta, madre soltera con dos trabajos; Elena, que lleva años intentando quedarse embarazada sin éxito; y yo, atrapada entre el miedo a no poder y el miedo a hacerlo sin estar preparada.
Esa noche apenas duermo. Doy vueltas en la cama mientras escucho la respiración tranquila de Álvaro. ¿De verdad cree que un hijo lo cambiaría todo? ¿O es solo una excusa para no enfrentarse a lo que ya tenemos?
Al día siguiente, en la tienda, Marta me pregunta si estoy bien.
—Te veo rara últimamente —dice mientras coloca los tomates en la estantería.
—Es Álvaro… —empiezo, pero no sé cómo seguir—. Dice que solo se esforzará más si tenemos un hijo. Y yo… no sé si quiero traer un niño al mundo solo para motivarle.
Marta me mira con esa mezcla de ternura y cansancio de quien ya ha pasado por demasiadas cosas.
—Un hijo no arregla nada, Lucía. Si acaso, lo complica todo. Si no está motivado ahora, ¿qué te hace pensar que lo estará después?
Vuelvo a casa dándole vueltas a sus palabras. Álvaro está viendo un partido con su amigo Sergio. Me siento invisible en mi propio salón.
—¿Te apuntas a unas cañas luego? —le pregunta Sergio a Álvaro.
—No puedo, tío. Lucía quiere hablar de niños otra vez —responde él, medio en broma, medio en serio.
Me encierro en el baño y lloro en silencio. ¿En qué momento dejamos de ser un equipo? ¿Cuándo empezó esta distancia?
Esa noche decido hablar claro.
—Álvaro, tenemos que hablar —digo mientras recojo los platos de la cena.
Él asiente, resignado.
—No quiero tener un hijo solo para que tú te motives —le digo, mirándole a los ojos—. No es justo para mí ni para ese niño.
Álvaro se queda callado un momento. Luego baja la cabeza.
—No sé qué me pasa, Lucía. Me siento perdido. Veo a mis amigos con hijos y parece que tienen un propósito… Yo solo voy tirando.
Me acerco y le cojo la mano.
—No podemos vivir esperando a que algo externo nos salve. Ni un hijo ni un trabajo mejor van a arreglar lo que nos pasa por dentro.
Él asiente, pero veo que no termina de entenderlo. O no quiere entenderlo.
Los días pasan y la tensión crece. Carmen empieza a hacer comentarios sobre lo bonito que sería tener un nieto correteando por el pasillo. Mis padres preguntan cada vez que llamo si hay «alguna novedad». Siento el peso de las expectativas sobre mis hombros como una losa.
Una tarde, después del trabajo, decido ir al Retiro sola. Me siento en un banco y veo pasar a las familias: niños corriendo, padres cansados pero sonrientes, abuelos vigilando desde lejos. Me pregunto si alguna de esas parejas también siente este vacío silencioso.
Cuando llego a casa, Álvaro está en la cocina preparando una tortilla. Me mira con una mezcla de esperanza y miedo.
—He pensado en lo que dijiste —empieza—. Quizá debería buscar ayuda… No sé, hablar con alguien sobre esto.
Le sonrío por primera vez en semanas.
—Eso me gustaría mucho —le digo—. Pero hazlo por ti, no por mí ni por un hijo que aún no existe.
Nos abrazamos en silencio. Por primera vez siento que quizá hay esperanza para nosotros, aunque no sepamos cuál será nuestro futuro.
A veces me pregunto: ¿Cuántas parejas viven esperando ese «algo» que lo cambie todo? ¿Y si nunca llega ese momento? ¿Seremos capaces de encontrar sentido en lo que ya tenemos?