La Fiesta de mi Vida: Entre el Sueño y la Decepción
—¿De verdad, mamá? ¿Todo ese dinero… en una fiesta?— La voz de Julián retumbó en la sala, mezclándose con el eco de la música que aún flotaba en el aire después de mi cumpleaños. Camila, su esposa, me miraba con los labios apretados, como si contuviera una tormenta.
Me quedé en silencio, sosteniendo la copa de vino medio vacía. Afuera, las luces del salón comunitario seguían titilando, testigos mudos de mi noche soñada. Había esperado años para esto: una fiesta con mariachis, comida típica, mis amigas del barrio bailando cumbia, mis hermanas riendo a carcajadas. Pero ahora, en la penumbra de mi sala, sentía que todo se desmoronaba.
—Julián, hijo… —intenté decirle—. Era mi cumpleaños número sesenta. Quería celebrarlo, sentirme viva, aunque sea una vez…
—¿Y nosotros? —interrumpió Camila, con los ojos brillosos—. ¿No pensaste en que podrías ayudarnos a comprar el carro? Llevamos meses ahorrando y tú sabías que nos faltaba justo esa cantidad.
La palabra “egoísta” flotó en el aire, aunque nadie la pronunció. Me dolió más que cualquier otra cosa. Yo, que había trabajado limpiando casas ajenas desde que Julián era un niño, que nunca me compré un vestido nuevo si él necesitaba zapatos para la escuela, ahora era egoísta por querer celebrar mi vida.
Me senté en el sillón, sintiendo el peso de los años y de las expectativas ajenas. Recordé cuando Julián era pequeño y me prometía que cuando fuera grande me llevaría a conocer el mar. Nunca fuimos. La vida siempre se interpuso: primero la enfermedad de mi madre, luego el desempleo, después la llegada de Camila y los nietos.
—Mamá, no entiendes —dijo Julián, bajando la voz—. El carro no es un lujo. Es para llevar a los niños a la escuela, para que Camila pueda trabajar más lejos…
—¿Y yo? —pregunté casi en un susurro—. ¿No merezco un poco de alegría después de todo?
El silencio fue una respuesta cruel. Sentí cómo se abría una grieta entre nosotros. Mi hermana Lucía, que aún recogía platos en el salón, entró y notó la tensión.
—Débora, ¿todo bien? —preguntó con cautela.
Asentí sin ganas. Ella sabía lo que significaba esta fiesta para mí. Habíamos crecido en un barrio donde las mujeres como nosotras no tenían derecho a soñar en grande. Todo era sacrificio y resignación.
Esa noche no dormí. Repasé cada peso ahorrado durante años: las propinas guardadas en una lata de galletas, los bonos navideños que nunca gasté en mí misma. Todo lo invertí en esa noche mágica que ahora parecía una traición.
Al día siguiente, Julián no vino a desayunar conmigo como siempre. Camila tampoco trajo a los niños a saludarme. El teléfono permaneció mudo durante días. Sentí el frío del abandono familiar, ese que duele más que cualquier soledad.
Mis amigas del barrio vinieron a visitarme. Me abrazaron fuerte y me dijeron que había hecho bien en pensar en mí por una vez. Pero sus palabras no llenaban el vacío que dejaron Julián y Camila.
Una tarde, decidí ir a buscarlos. Caminé hasta su departamento en el centro de San Miguel. Toqué la puerta con manos temblorosas. Me abrió Camila, con cara de pocos amigos.
—¿Puedo ver a los niños? —pregunté.
—Están haciendo tarea —respondió seca—. Julián no está.
Me senté en el pasillo del edificio y esperé. Cuando Julián llegó, me miró con cansancio.
—Mamá, no quiero pelear más —dijo—. Pero tienes que entender cómo nos sentimos.
—¿Y tú entiendes cómo me siento yo? —le respondí—. Toda mi vida he vivido para ustedes. ¿No puedo tener un solo recuerdo bonito para mí?
Julián bajó la cabeza. Por primera vez vi en sus ojos algo más que enojo: vi tristeza y confusión.
—No sé… —murmuró—. Supongo que pensé que siempre estarías ahí para ayudarnos.
—Siempre estaré —le aseguré—. Pero también necesito estar para mí misma.
Nos quedamos callados un rato. Los niños salieron corriendo a abrazarme y sentí un poco de alivio en el pecho.
Las semanas pasaron y la relación siguió tensa. Ya no me llamaban tanto ni me pedían consejos para todo. Sentí que algo se había roto para siempre entre nosotros.
A veces me pregunto si hice bien o mal. Si debí seguir sacrificándome hasta el final o si merecía esa noche de alegría rodeada de quienes sí celebraron conmigo sin condiciones.
Hoy miro las fotos de mi fiesta: estoy sonriendo como nunca antes. Pero también veo el espacio vacío donde debieron estar Julián y Camila bailando conmigo.
¿Vale la pena renunciar siempre a uno mismo por los demás? ¿O acaso llega un momento en que tenemos derecho a elegirnos primero?
¿Ustedes qué harían en mi lugar?