“Nos dejamos la piel por nuestros hijos”: Soledad en la vejez tras una vida de entrega

—¿Por qué no vienes este domingo, Lucía? Hace meses que no te veo —mi voz tembló al otro lado del teléfono, mientras miraba la foto de mis tres hijos en la repisa del salón.

—Mamá, es que tenemos mucho lío con los niños y Sergio trabaja el fin de semana. Ya sabes cómo es esto —respondió Lucía, mi hija mayor, con ese tono apresurado que se ha vuelto habitual.

Colgué despacio, sintiendo el eco de su voz apagarse en el pasillo vacío. El reloj marcaba las seis y media de la tarde y el sol de invierno apenas calentaba la estancia. Mi marido, Antonio, falleció hace tres años. Desde entonces, el piso en Chamberí se ha vuelto demasiado grande para mí. Antes, los domingos eran bulliciosos: risas, platos compartidos, discusiones sobre fútbol y política. Ahora, solo queda el silencio y el zumbido lejano del tráfico madrileño.

Recuerdo cuando Antonio y yo llegamos a Madrid desde un pequeño pueblo de Segovia. Queríamos darles a nuestros hijos lo que nosotros nunca tuvimos: estudios, oportunidades, una vida mejor. Trabajé durante treinta años como administrativa en una gestoría; Antonio era conductor de autobús. Ahorrábamos cada céntimo para que Lucía pudiera ir a la universidad, para que Pablo tuviera su guitarra y pudiera apuntarse al conservatorio, para que Carmen tuviera clases de inglés y ballet.

—Mamá, ¿por qué siempre te preocupas tanto? —me decía Carmen de adolescente—. ¡Déjanos vivir!

—Porque quiero que tengáis lo mejor —le respondía yo, sin saber que ese deseo acabaría por alejarles.

El día que Antonio murió, pensé que mis hijos estarían a mi lado. Vinieron al funeral, claro. Lloraron conmigo. Pero pronto volvieron a sus vidas: Lucía con sus gemelos y su trabajo en una clínica privada; Pablo en Barcelona, siempre ocupado con conciertos y grabaciones; Carmen en Valencia, donde da clases en un colegio bilingüe. Las llamadas se hicieron menos frecuentes. Las visitas, aún más.

Hace poco tuve una caída en la cocina. Nada grave, pero estuve dos días sin apenas poder moverme. Llamé a Lucía:

—¿No podrías venir un par de días? Solo hasta que me recupere un poco…

—Mamá, es imposible ahora mismo. ¿Por qué no llamas a una señora de esas que ayudan a las personas mayores? Yo te busco una por internet si quieres.

Sentí una punzada de rabia y tristeza. ¿En qué momento dejé de ser imprescindible para ellos? ¿Cuándo pasé de ser madre a ser una carga?

A veces salgo al parque a pasear y veo a otras señoras mayores con sus nietos. Me paro a hablar con Rosario, mi vecina del tercero:

—Mis hijos tampoco vienen mucho —me confiesa—. Dicen que están muy liados… Pero yo creo que no quieren vernos viejas.

Nos reímos amargamente. En España siempre se ha dicho que la familia es lo primero. Pero ahora todo va tan deprisa…

La pensión apenas me da para pagar los gastos del piso y la comida. No quiero venderlo; aquí están todos mis recuerdos. Pero cada vez me cuesta más subir las escaleras o ir al mercado sola. El otro día vi a Pablo en la tele, tocando en un programa de música. Me emocioné tanto que le mandé un mensaje:

—Te he visto en la tele, hijo. ¡Qué orgullosa estoy!

Me contestó dos días después: “Gracias, mamá. A ver si bajo pronto a verte”.

Pero nunca llega ese “pronto”.

A veces pienso en mudarme a una residencia, pero me aterra perder lo poco que me queda: las fotos en las paredes, el olor a café por las mañanas, la luz dorada entrando por la ventana del salón donde Antonio leía el periódico los domingos.

Una tarde de lluvia, Carmen me llamó:

—Mamá, ¿has pensado en venirte una temporada a Valencia? Aquí podrías estar más acompañada…

—¿Y dejar mi casa? No sé si podría —le respondí con voz quebrada.

—Solo piénsalo —insistió ella—. No quiero que estés sola.

Colgué y lloré largo rato. ¿Por qué me cuesta tanto pedir ayuda? ¿Por qué siento que molesto cuando solo quiero un poco de compañía?

En Navidad vinieron todos a casa. Por unas horas recuperé la ilusión: cociné cocido madrileño como antes, reímos recordando anécdotas de cuando eran pequeños… Pero al día siguiente se marcharon deprisa, cada uno a su ciudad y su vida.

Ahora escribo estas líneas sentada junto a la ventana, viendo cómo cae la tarde sobre Madrid. Me pregunto si otras madres sienten este vacío después de haberlo dado todo por sus hijos. ¿Es esto lo que nos espera a quienes pusimos la familia por delante de todo?

¿De verdad hemos educado bien si nuestros hijos no encuentran tiempo para nosotros cuando más los necesitamos? ¿O quizá fuimos nosotros quienes les enseñamos a volar tan alto que olvidaron mirar atrás?