El Sueño Roto de la Casa de al Lado
—¿Por qué no puedes simplemente dejarme en paz? —La voz de Camila atravesó la delgada pared que separaba mi cocina de la suya. Eran las siete de la mañana y ya podía escuchar la discusión. Mi hijo Julián, con su tono siempre conciliador, intentaba calmarla.
No era la primera vez que escuchaba sus peleas, pero sí la primera vez que sentí un nudo en el estómago. ¿En qué momento mi sueño de tener a mi hijo y su esposa viviendo al lado se había convertido en una pesadilla?
Cuando Julián me contó que él y Camila habían ahorrado lo suficiente para comprar la casa contigua, sentí que la vida me regalaba una segunda oportunidad. Mi esposo murió hace años, y desde entonces, la soledad se había instalado en mi mesa y en mi corazón. Imaginé tardes de café, domingos de asado en el patio, nietos corriendo entre los limoneros. Pero la realidad fue otra.
La primera semana fue perfecta. Camila venía a pedirme recetas, Julián arreglaba mi vieja bicicleta, y hasta organizamos una cena para celebrar la mudanza. Pero pronto, las visitas de Camila se volvieron menos frecuentes. Cuando venía, apenas cruzaba palabra conmigo y se iba rápido, como si mi presencia le molestara.
Una tarde, mientras regaba las plantas, escuché a Camila hablando por teléfono en el patio:
—No sé cuánto más voy a aguantar a esa vieja metida —decía, sin saber que yo estaba del otro lado del muro.
Sentí que el aire se me escapaba del pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿La misma mujer a la que le abrí las puertas de mi casa y mi corazón?
Intenté ignorarlo, pero las cosas solo empeoraron. Camila empezó a evitarme. Si salía al jardín y me veía, entraba enseguida. Si le ofrecía comida, me decía que ya había comido. Julián parecía no notar nada o no quería verlo.
Un sábado por la mañana, Julián vino solo a desayunar conmigo. Aproveché para preguntarle:
—¿Todo está bien con Camila?
Él bajó la mirada y jugó con la taza de café.
—Está estresada por el trabajo… y por el dinero —dijo finalmente.
—¿Por el dinero? Pero ustedes ahorraron mucho tiempo para comprar la casa.
—Sí, pero… Camila quiere más. Quiere mudarse a una zona mejor, tener un auto nuevo, viajar… Yo solo quiero tranquilidad, mamá.
Vi en sus ojos el cansancio. Mi hijo ya no era el joven alegre que solía reírse de todo. Ahora parecía llevar el peso del mundo sobre los hombros.
Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché gritos. Me asomé por la ventana y vi a Camila salir furiosa al patio, hablando por teléfono otra vez:
—¡No soporto vivir aquí! ¡Este barrio es una porquería y Julián es un mediocre! —gritó.
Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía tratar así a mi hijo? ¿Por qué fingía ser alguien diferente cuando estaba con nosotros?
Al día siguiente, decidí enfrentarla. Toqué su puerta con el corazón latiendo fuerte.
—Camila, ¿podemos hablar?
Me miró con frialdad.
—Estoy ocupada.
—Por favor —insistí—. Solo quiero entender qué está pasando.
Suspiró y me dejó pasar. La casa estaba impecable, pero el ambiente era helado.
—No quiero estar aquí —me dijo sin rodeos—. No quiero vivir al lado tuyo ni en este barrio. Julián me prometió otra vida.
—Julián hizo todo lo posible para darte un hogar —le respondí, conteniendo las lágrimas—. ¿Por qué no puedes valorar lo que tienes?
Me miró como si yo fuera una extraña.
—Porque no es suficiente para mí —dijo antes de darme la espalda.
Salí de su casa sintiéndome derrotada. Esa noche no pude dormir. Pensé en mi esposo, en los sacrificios que hicimos para criar a Julián con amor y valores. ¿Dónde nos habíamos equivocado?
Los días pasaron y las cosas solo empeoraron. Julián empezó a llegar tarde del trabajo, evitaba hablar conmigo y se veía cada vez más triste. Un día lo encontré sentado en el umbral de su casa, con la cabeza entre las manos.
—Mamá… no sé qué hacer —me confesó con voz quebrada—. Siento que estoy perdiendo todo.
Lo abracé fuerte, como cuando era niño y venía corriendo a mis brazos después de una caída.
—No estás solo, hijo —le susurré—. Pase lo que pase, siempre voy a estar aquí para ti.
Esa noche escuché otra pelea. Esta vez fue diferente: Camila gritaba que se iba, que no soportaba más vivir «rodeada de mediocres». Al día siguiente, vi sus maletas en el auto y sin mirar atrás se fue.
Julián pasó días encerrado en su casa. Yo le llevaba comida y trataba de animarlo, pero él apenas hablaba. Una tarde finalmente salió al patio y se sentó conmigo bajo el limonero.
—Mamá… creo que nunca conocí realmente a Camila —me dijo con lágrimas en los ojos—. Me enamoré de una ilusión.
Le tomé la mano y le recordé algo que mi madre solía decirme: «A veces los sueños se rompen para darnos espacio a nuevas esperanzas».
Hoy la casa de al lado está vacía, pero mi corazón está lleno de amor por mi hijo y por la familia que aún somos. Aprendí que no todo lo que soñamos se cumple como queremos, pero siempre hay una nueva oportunidad para empezar de nuevo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres han sentido este dolor? ¿Cuántos sueños rotos hay detrás de las paredes de nuestras casas? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?