La Casa de las Sombras: El Viaje Inacabado de Carmen
—¿Por qué te empeñas en quedarte aquí, Carmen? Esto no es vida para nadie —me gritó Tomás aquella noche, mientras la tormenta golpeaba los cristales de la vieja casa que acabábamos de comprar en un rincón olvidado de Jaén.
No respondí. Me limité a abrazar a Lucía y Mateo, que temblaban a mi lado. Tomás recogió su chaqueta y, sin mirar atrás, salió dando un portazo. El eco de sus pasos se perdió entre el ruido de la lluvia y el crujir de las vigas. Así empezó mi nueva vida: sola, con dos hijos pequeños y una casa que parecía más una trampa que un hogar.
Durante años había seguido a Tomás sin rechistar. «Las mujeres callan y aguantan», decía mi madre en Granada, mientras me enseñaba a coser y a no levantar la voz. Cuando Tomás decidió dejar la ciudad para buscar una vida mejor en el campo, yo empaqué nuestras cosas y me tragué el miedo. Pero la promesa de una nueva oportunidad se convirtió pronto en una pesadilla.
La casa era fría y húmeda. Las paredes rezumaban tristeza y los techos amenazaban con venirse abajo cada vez que llovía. Los vecinos del pueblo más cercano, apenas a tres kilómetros, nos miraban con recelo. «Son forasteros», murmuraban en la panadería cuando iba a comprar pan duro para los niños. Nadie se ofreció a ayudarme cuando vieron que Tomás ya no estaba.
—Mamá, ¿cuándo volverá papá? —preguntó Mateo una noche, con los ojos grandes y llenos de esperanza.
—No lo sé, cariño —le respondí, tragando lágrimas—. Pero estamos juntos, ¿vale?
Lucía dejó de hablar durante semanas. Se pasaba las tardes mirando por la ventana, esperando ver aparecer a su padre entre los olivos. Yo me desvivía por mantenerlos alimentados: recogía aceitunas para un terrateniente que pagaba una miseria y limpiaba casas ajenas cuando podía. Cada euro era una batalla ganada al hambre.
Una tarde, mientras recogía leña en el monte, me encontré con Rosario, la vecina más anciana del pueblo. Me miró de arriba abajo y soltó:
—Dicen que tu marido te ha dejado por otra. Que aquí no tienes nada que hacer.
Sentí cómo me ardían las mejillas, pero no bajé la cabeza.
—Dicen muchas cosas, Rosario. Pero mis hijos y yo no somos basura para barrer bajo la alfombra.
Ella me sostuvo la mirada un instante y luego se marchó sin decir más. Aquella noche lloré en silencio, preguntándome si algún día dejaría de sentirme una extraña en mi propia vida.
El invierno fue cruel. Mateo cayó enfermo y no tenía dinero para llevarlo al médico del pueblo. Caminé bajo la lluvia hasta la consulta y supliqué ayuda. El médico, don Ernesto, me miró con lástima y me dio unas medicinas caducadas.
—Haz lo que puedas —me dijo—. Aquí nadie regala nada.
Me sentí humillada, pero no tenía elección. Lucía me ayudó a cuidar de su hermano; juntos sobrevivimos a base de caldos aguados y pan duro.
Un día recibí una carta de Tomás. Decía que estaba en Valencia, que había encontrado trabajo en el puerto y que no pensaba volver. «No puedo con esta vida», escribió. «No puedo contigo».
Rompí la carta en mil pedazos delante del fuego. Lucía me abrazó fuerte y lloramos juntas por todo lo perdido: la familia, la esperanza, el futuro.
Con el tiempo aprendí a arreglar goteras, a encender la chimenea sin ahogar la casa en humo y a plantar tomates en el huerto trasero. Pero el pueblo seguía mirándonos como si fuéramos fantasmas.
Una tarde de primavera, mientras colgaba ropa en el patio, escuché risas al otro lado del muro. Eran los niños del pueblo burlándose de Lucía:
—¡Tu padre os ha dejado porque tu madre es una inútil!
Salí corriendo y los enfrenté:
—¡Dejadnos en paz! ¡No sabéis nada de nosotros!
Se marcharon corriendo, pero el daño ya estaba hecho. Lucía se encerró en su cuarto y tardó días en salir.
A veces pensaba en irme, empezar de cero en otro lugar. Pero ¿adónde? No tenía familia ni dinero suficiente para alquilar un piso en Granada o Sevilla. Además, ¿qué ejemplo les daría a mis hijos si huía otra vez?
El tiempo pasó lento y pesado como el aceite viejo. Mateo creció callado y desconfiado; Lucía se volvió fuerte por fuera pero frágil por dentro. Yo aprendí a vivir con el dolor como quien aprende a vivir con una vieja herida: nunca sana del todo, pero te acostumbras al escozor.
Un día recibí una llamada inesperada: mi madre había muerto. No pude ir al entierro; no tenía dinero para el autobús ni nadie con quien dejar a los niños. Lloré sola en la cocina mientras el sol se ponía tras los olivos.
A veces me pregunto si hice bien quedándome aquí, si debí luchar más o rendirme antes. ¿Cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre paredes frías y sueños rotos? ¿Cuántas veces hay que empezar de nuevo hasta que la vida te dé una tregua?
Quizá nunca encuentre respuestas. Pero sigo aquí, resistiendo cada día por Lucía y Mateo. Porque aunque este viaje no haya tenido el final feliz que soñé, al menos puedo decir que nunca dejé de luchar.
¿Y vosotros? ¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por vuestros hijos? ¿Cuándo se deja de esperar un milagro y se aprende a vivir con lo que hay?