Cuando Volví, Ya No Era Su Madre: El Precio de la Ausencia

—¿Por qué has vuelto ahora, mamá? —La voz de Lucía, mi hija menor, retumba en el pasillo, fría como el mármol de la entrada.

Me quedo quieta, con la maleta aún en la mano. El eco de su pregunta me atraviesa. No sé si responderle que he vuelto porque no podía más con la soledad de Londres, porque cada noche soñaba con ellos, o simplemente porque soy su madre y los necesito. Pero sé que ninguna respuesta será suficiente.

Hace seis meses que regresé a Madrid. Mi piso en Chamberí huele a humedad y recuerdos. Cuando me marché, Lucía tenía quince años y Álvaro diecisiete. Ahora son adultos, o eso dicen. Yo me fui para trabajar y ahorrar lo que aquí no podía. Mi marido, Enrique, se quedó con ellos. Siempre fue el padre divertido, el que improvisaba cenas de pizza y les dejaba trasnochar viendo películas. Yo era la que ponía límites, la que decía «no» cuando hacía falta.

Cuando Enrique conoció a Marta —la nueva— todo cambió. Un día me llamó al móvil del trabajo:

—Mercedes, quiero el divorcio. Y quiero mi parte del piso.

No lloré. No grité. Solo sentí un frío intenso en el pecho. Pensé en mis hijos, en cómo les explicaría que su padre ya no quería estar con nosotros. Pero cuando volví para hablarlo con ellos, Enrique ya les había contado su versión: «Mamá se fue porque quería otra vida».

Desde entonces, soy la mala. La que abandonó. La que no estuvo en los cumpleaños ni en las graduaciones. Nadie recuerda las noches sin dormir cuando tenían fiebre, ni los cuentos inventados antes de dormir.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo? —pregunta Álvaro sin mirarme a los ojos mientras se sirve café en mi cocina.

—He vuelto para quedarme —respondo, intentando sonar firme.

Él asiente, pero su gesto es distante. Siento que hay un muro invisible entre nosotros.

Las primeras semanas intento acercarme: les invito a cenar, les llamo para preguntar cómo están. Siempre tienen excusas: «Tengo mucho trabajo», «Hoy salgo con amigos», «No puedo ahora». Me siento una extraña en mi propia familia.

Un domingo decido ir a verles al piso donde viven con Enrique y Marta. Llamo al timbre y es Marta quien abre la puerta.

—Mercedes, qué sorpresa —dice sonriendo, pero sus ojos me examinan de arriba abajo.

—Vengo a ver a mis hijos —digo, tragando saliva.

Lucía aparece detrás de ella y me mira como si fuera una intrusa.

—Estamos ocupados —dice Lucía—. ¿No podías avisar antes?

Me marcho antes de llorar delante de todos.

Enrique me llama esa noche:

—No puedes aparecer así sin avisar. Los chicos están bien conmigo y con Marta. No les confundas más.

Cuelgo sin responderle. Me tumbo en la cama y miro el techo durante horas. ¿En qué momento perdí a mis hijos?

Empiezo a notar cómo los amigos comunes me evitan en el supermercado o bajan la voz cuando paso cerca. En el barrio todos conocen la historia: Enrique es el padre ejemplar que se quedó con los niños cuando yo «me fui». Nadie pregunta por qué tuve que irme ni cómo fue vivir sola en otro país limpiando casas ajenas para enviar dinero cada mes.

Un día recibo una carta del abogado de Enrique: quiere vender el piso familiar para quedarse con su parte. Me niego rotundamente; ese piso es lo único que me queda de mi antigua vida.

Intento hablarlo con Lucía:

—¿De verdad quieres que vendamos la casa donde creciste?

Ella me mira con rabia:

—Tú ya no vives aquí, mamá. Déjanos en paz.

Siento que me ahogo. Salgo a la calle y camino sin rumbo por las calles de Madrid hasta que anochece.

Las semanas pasan y mi relación con ellos no mejora. Un día recibo un mensaje de Álvaro:

«Papá está enfermo. ¿Puedes venir al hospital?»

Corro hasta allí sin pensarlo. Cuando llego, veo a Enrique pálido en una cama y a mis hijos sentados junto a él. Marta está allí también, pero se aparta cuando me ve llegar.

Me siento junto a Lucía y le cojo la mano. Ella no la retira, pero tampoco me mira.

Esa noche, mientras espero en el pasillo del hospital, escucho a mis hijos hablar:

—Mamá siempre llega tarde —susurra Lucía.

—Pero ha venido —responde Álvaro en voz baja.

Me doy cuenta de que nunca podré borrar los años de distancia ni las palabras que otros pusieron en mi boca. Pero también sé que sigo siendo su madre y que no puedo rendirme.

Cuando Enrique sale del hospital, decido invitarles a cenar una vez más. Cocino su plato favorito: tortilla de patatas y croquetas caseras. Esta vez aceptan venir.

Durante la cena hay silencios incómodos, pero también risas tímidas cuando cuento anécdotas de cuando eran pequeños. Por un momento siento que recupero algo perdido.

Al despedirse, Lucía me abraza brevemente y susurra:

—No te vayas otra vez, mamá.

Me quedo sola en el salón, mirando las fotos antiguas sobre la mesa.

¿Es posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces? ¿Cuánto pesa el pasado frente al amor de una madre?