¿Por qué debería importarme cómo me veo? – Mi historia viral sobre la belleza y la edad en América Latina
—¿Señora, le gustaría probar nuestra nueva crema antiarrugas? —me preguntó la joven con una sonrisa ensayada, mientras yo apenas lograba equilibrar las bolsas del mercado y el paraguas roto.
Sentí cómo la sangre me subía a la cara. No era la primera vez que alguien me llamaba “señora” en voz alta, pero ese día, después de una semana agotadora en la oficina y una discusión con mi hija adolescente, la palabra me cayó como un balde de agua fría. Miré a la vendedora, una muchacha de no más de veinte años, con la piel tersa y los ojos llenos de sueños que aún no se han roto. Me vi reflejada en ella, pero también sentí rabia. ¿Por qué debía preocuparme tanto por las arrugas? ¿Por qué debía sentirme menos valiosa por cada línea que aparecía en mi rostro?
—No, gracias —le respondí, intentando sonar amable, pero mi voz tembló. Caminé rápido bajo la lluvia, deseando desaparecer entre la multitud del centro de Bogotá. Al llegar a casa, mojada y cansada, encontré a mi hija Valentina pegada al celular, riéndose con sus amigas por videollamada.
—¡Mamá! ¿Por qué no te compras algo para el cabello? Mira que ya tienes muchas canas —me dijo sin malicia, pero sus palabras me atravesaron como cuchillos.
Me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía 47 años y sentía que cada día debía justificar mi edad ante el mundo. Recordé a mi madre, quien siempre decía: “Envejecer es un privilegio que no todos tienen”. Pero en la televisión, en los anuncios del Transmilenio, en las redes sociales, todo gritaba lo contrario: juventud eterna o invisibilidad.
Esa noche, después de cenar sola porque Valentina salió con sus amigas y mi esposo Andrés trabajaba hasta tarde, abrí Facebook y escribí:
“¿Por qué debería importarme cómo me veo? ¿Por qué la sociedad insiste en que las mujeres debemos luchar contra el tiempo? Estoy cansada de sentirme menos por cada arruga o cana. ¿A quién le importa?”
No esperaba nada. Pero al despertar al día siguiente, tenía más de mil notificaciones. Mujeres de toda Colombia y otros países comentaban, compartían sus historias. Algunas me agradecían por decir lo que ellas sentían; otras me criticaban por “dejarme”.
—¿Viste lo que publicaste? —me reclamó Andrés esa noche—. Ahora todo el mundo habla de ti. Hasta tu jefe me preguntó si estabas bien.
—¿Y qué tiene de malo? —le respondí—. ¿No te cansas tú también de fingir que todo está bien?
Andrés suspiró y se fue a dormir sin decir más. Sentí que mi casa se llenaba de un silencio incómodo. Valentina dejó de hablarme por dos días; decía que la avergoncé frente a sus amigas.
Pero los mensajes seguían llegando. Una señora de Medellín me escribió: “Gracias por tu valentía. Yo también me siento invisible desde que cumplí 50”. Otra joven de Lima: “Mi mamá sufre porque no puede pagar tratamientos para verse joven. Tu post me hizo pensar”.
Sin embargo, también llegaron insultos: “Si te arreglaras más, tu esposo no te miraría feo”, “Las mujeres como tú son las que envejecen mal porque se rinden”.
Me dolía leerlos, pero algo dentro de mí se encendió. Decidí responder con otra publicación:
“No me rindo. Solo quiero vivir sin miedo a envejecer. Quiero que mi hija crezca sabiendo que su valor no depende de su apariencia”.
Esa noche, Valentina entró a mi cuarto llorando.
—Perdón, mamá… No sabía que te dolía tanto —me dijo abrazándome fuerte—. Yo solo… no quiero que nadie se burle de ti.
La abracé y lloramos juntas. Le conté cómo me sentía desde hace años; cómo cada comentario sobre mi cuerpo o mi edad era una herida más. Ella me escuchó en silencio y luego me mostró mensajes de sus amigas apoyándonos.
Pero la polémica no paró ahí. En el trabajo, algunas compañeras comenzaron a evitarme; otras me confesaron que sentían lo mismo pero no se atrevían a decirlo. Mi jefe me llamó a su oficina:
—Mariana, entiendo tu punto, pero recuerda que representas a la empresa. Debes cuidar tu imagen.
Salí furiosa. ¿Mi imagen? ¿Acaso ser honesta sobre mis inseguridades era un crimen?
En casa, Andrés seguía distante. Una noche discutimos fuerte:
—¿Por qué te importa tanto lo que digan los demás? —me gritó.
—¡Porque toda mi vida he tenido que callar para no incomodar! ¡Porque quiero ser libre de ser quien soy!
Andrés se quedó callado. Al día siguiente me dejó una nota: “Te admiro por tu valentía. Perdón por no entender antes”.
Con el tiempo, la tormenta en redes bajó. Pero algo cambió en mí y en quienes me rodean. Ahora hablo abiertamente con Valentina sobre autoestima y belleza real; Andrés me apoya en mis proyectos para ayudar a otras mujeres a aceptarse.
A veces aún dudo frente al espejo; aún duele cuando alguien comenta sobre mi edad o apariencia. Pero ya no me escondo ni me avergüenzo.
Hoy les pregunto: ¿cuántas veces han sentido miedo de mostrarse tal como son? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que otros decidan nuestro valor por cómo nos vemos?