Tres meses de silencio: el precio de unas vacaciones
—¿De verdad vais a hacerlo? —La voz de Eva retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la encimera que quería cambiar por tercera vez en cinco años.
Me quedé helada, con la maleta aún medio abierta sobre la cama y los billetes de avión impresos en la mesa del comedor. Mi marido, Luis, intentó suavizar el ambiente:
—Mamá, llevamos años sin irnos de vacaciones. Necesitamos desconectar, solo una semana…
Eva apretó los labios, su mirada fija en mí como si yo fuera la culpable de todo. —Claro, claro. Para eso sí hay dinero. Pero para ayudar a tu madre, no. Qué suerte tienes, Lucía.
No contesté. ¿Qué podía decir? ¿Que estaba harta de que cada conversación girara en torno a su casa, a sus cortinas nuevas, a la dichosa reforma del baño? ¿Que me sentía invisible cada vez que ella entraba en nuestra vida como un huracán, exigiendo y juzgando?
Esa noche, mientras hacía la maleta, Luis se sentó a mi lado. —No quiero que esto nos amargue el viaje —susurró.
—No lo hará —mentí. Pero ya sentía el peso de la culpa clavándose en mi pecho.
La mañana siguiente fue aún peor. Eva no vino a despedirse. Ni un mensaje, ni una llamada durante toda la semana que estuvimos en Cádiz. El mar era precioso, el sol nos acariciaba la piel, pero cada vez que veía a una mujer mayor paseando por la playa, pensaba en ella. ¿Estaría sola? ¿Habría comido algo? ¿Seguiría enfadada?
Al volver a Madrid, el silencio era más denso que nunca. Intenté llamarla. Nada. Le mandé un mensaje con una foto de la playa: «Pensando en ti». Ni un emoji de respuesta.
Las semanas pasaron y el rencor se instaló en casa como un huésped indeseado. Luis intentaba hacer de mediador:
—Mamá está dolida. Dice que no la valoramos.
—¿Valorarla es decir siempre que sí? —respondí, cansada.
Empezaron las indirectas en las comidas familiares. Mi cuñada Marta me miraba con lástima:
—Ya sabes cómo es mamá… Siempre ha sido muy suya con la casa.
—Pero es que no es normal —me defendí—. ¡No podemos vivir para sus reformas!
Mi suegro, Antonio, apenas hablaba. Solo una vez me tomó del brazo al salir del portal:
—Lucía, Eva tiene miedo de quedarse atrás. La casa es su manera de sentirse útil.
Me quedé pensando en eso. ¿Y si todo esto era miedo? Miedo a envejecer, a no ser necesaria, a perder el control sobre su familia.
Un domingo, después de comer, Luis propuso ir a ver a Eva sin avisar. Dudé, pero accedí. Al llegar, la encontramos sentada en el sofá, mirando fotos antiguas.
—Hola mamá —dijo Luis con voz suave.
Eva ni levantó la vista.
Me acerqué y me senté a su lado. —Eva…
Silencio.
—Sé que estás enfadada —continué—. Pero no podemos vivir siempre para los demás. También necesitamos cuidarnos nosotros.
Por fin me miró. Sus ojos estaban húmedos.
—¿Y yo? ¿Quién me cuida a mí?
Sentí un nudo en la garganta. No tenía respuesta para eso.
Luis se arrodilló frente a ella y le tomó las manos:
—Te queremos, mamá. Pero tenemos derecho a vivir nuestra vida también.
Eva suspiró y se secó las lágrimas con rabia.
—Siempre he hecho todo por vosotros… Y ahora siento que me dejáis atrás.
Nos quedamos los tres en silencio largo rato. Afuera llovía y las gotas golpeaban los cristales como si quisieran entrar y mojarlo todo.
Al final, Eva rompió el hielo:
—No quiero perderos. Pero tampoco quiero sentirme sola.
Nos abrazamos los tres, torpemente al principio, como si estuviéramos aprendiendo a ser familia otra vez.
Desde entonces las cosas no han vuelto a ser iguales… pero tampoco son tan frías como antes. Eva sigue hablando de reformas, pero ahora también pregunta por nuestras vacaciones y sonríe cuando le enseñamos fotos.
A veces me pregunto si podré perdonarme por haber elegido mi felicidad antes que la suya… ¿Es egoísta querer vivir tu propia vida cuando sabes que alguien te necesita? ¿Dónde está el límite entre cuidar y dejarse atrapar?