Cuando Karen se fue de vacaciones: El peso de ser la mujer de la casa

—Brooke, ¿estás segura de que podrás con esto? —me preguntó Karen por décima vez, mientras metía su último vestido en la maleta. Su voz temblaba entre la emoción y la preocupación. Yo asentí, aunque sentía el estómago hecho un nudo.

—Claro, hermana. No es la primera vez que cuido la casa —mentí. Nunca había estado sola con su esposo, Mauricio, y sus dos hijos adolescentes, Santiago y Emiliano. Pero ¿qué tan difícil podía ser? Solo eran unas semanas.

El día que Karen y Mauricio partieron al aeropuerto, Santiago me miró con desdén desde el sofá, auriculares puestos, mientras Emiliano jugaba videojuegos sin despegar la vista de la pantalla. La casa olía a desorden y a testosterona. Me sentí invisible.

La primera noche fue un desastre. La cena quedó fría porque nadie bajó cuando llamé. Cuando finalmente se sentaron a la mesa, Santiago soltó:

—¿No tienes otra cosa que hacer más que gritar? Aquí siempre cenamos cuando queremos.

Me mordí el labio para no responderle como mi madre me enseñó que no debía hacerlo. Pero sentí cómo una rabia antigua me subía por el pecho. ¿Así trataban a Karen todos los días?

Los días siguientes fueron una batalla constante. Nadie recogía sus platos, la ropa sucia se acumulaba en el baño y los gritos de los videojuegos retumbaban hasta la madrugada. Mauricio llegaba tarde del trabajo, olía a cigarro y apenas me dirigía la palabra.

Una tarde, mientras recogía calcetines del piso, escuché a Mauricio hablando por teléfono en el patio. Su voz era baja, casi susurrante.

—Sí, amor… ya falta poco para vernos…

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Amor? ¿Con quién hablaba? Mi corazón latía tan fuerte que temí que me descubriera escuchando. Me escondí tras la cortina y esperé a que colgara.

Esa noche, no pude dormir. Pensé en Karen, en cómo siempre había sido la hermana perfecta: la que se casó joven, tuvo hijos hermosos y una casa grande en las afueras de Puebla. Yo, en cambio, seguía soltera a los treinta y dos, con trabajos temporales y sueños rotos. ¿Cómo iba a decirle lo que había escuchado?

Al día siguiente, intenté hablar con Santiago sobre sus calificaciones. Me miró con burla.

—¿Y tú quién eres para decirme qué hacer? Ni siquiera eres mi mamá.

Me dolió más de lo que esperaba. Recordé cuando éramos niños y Karen me defendía de los golpes de papá. Ahora yo debía protegerla a ella… pero ¿cómo?

Una noche, mientras lavaba los platos, Emiliano se acercó en silencio. Tenía los ojos rojos.

—Tía Brooke… ¿tú crees que mi papá quiere a otra mujer?

Me quedé helada. Él también lo había notado.

—No lo sé, Emi… pero pase lo que pase, aquí estoy para ti —le respondí, abrazándolo fuerte.

Los días se volvieron más pesados. Mauricio llegaba cada vez más tarde y evitaba mirarme a los ojos. Santiago se encerraba en su cuarto y Emiliano apenas comía. Yo sentía que me ahogaba en una casa ajena, cargando un secreto que no era mío.

Una tarde lluviosa, decidí enfrentar a Mauricio. Lo esperé en la sala, con las manos temblorosas.

—Mauricio, tenemos que hablar —dije apenas entró.

Él me miró con fastidio.

—¿Ahora qué hiciste?

—No soy yo quien está haciendo algo mal —le respondí con voz firme—. Si tienes problemas con Karen, deberías hablarlo con ella… no buscar consuelo en otra persona.

Su rostro se puso rojo de furia.

—No te metas en lo que no te importa —gruñó—. Esta es mi casa.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos, pero no iba a dejarme vencer.

—Karen confió en mí para cuidar a su familia… y eso haré, aunque tú no lo entiendas.

Esa noche dormí poco. Al día siguiente recibí un mensaje de Karen: “¿Todo bien por allá?”

Quise decirle todo… pero solo respondí: “Aquí estamos, resistiendo”.

El último día antes de su regreso, Santiago bajó las escaleras y me miró diferente.

—Tía… gracias por aguantar todo esto —murmuró—. No debe ser fácil.

Sentí un nudo en la garganta. Lo abracé fuerte y lloré por todo lo que no podía decirle.

Cuando Karen regresó, la recibí con una sonrisa cansada y un abrazo largo. No le conté nada esa noche; solo le preparé su café favorito y escuché cómo hablaba de las playas de Veracruz y los atardeceres junto a Mauricio… como si nada hubiera pasado.

A veces me pregunto si hice bien en callar o si debí abrirle los ojos a mi hermana. ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como mujeres en una familia? ¿Cuánto debemos cargar antes de rompernos?

¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?