El Día que Cerré la Puerta: Una Historia de Ausencias y Perdón

—¡No! ¡No quiero verla!— grité con la voz quebrada, apretando el osito de peluche contra mi pecho. Mi abuela Rosa me miró con esos ojos cansados, llenos de tristeza y resignación. Detrás de ella, en el umbral de la casa, estaba mi madre, Lucía. No la veía desde que tenía memoria, pero su rostro era idéntico al mío: la misma nariz chata, los mismos ojos grandes y oscuros.

Era una tarde lluviosa en Medellín. El olor a café recién hecho se mezclaba con el barro del patio. Mi abuela me había dicho que una visita importante venía, pero nunca imaginé que sería ella. Lucía tenía el cabello recogido y una bolsa de tela colgando del hombro. Sus manos temblaban mientras me miraba, suplicante.

—Mariana, mi amor… ¿me dejas entrar?— preguntó con una voz que apenas era un susurro.

Sentí un nudo en la garganta. Recordaba las noches en que lloraba preguntando por ella, las veces que soñé con su abrazo. Pero también recordaba los gritos, las peleas entre mis padres antes de que ella se fuera, y el silencio pesado que dejó tras su partida. Mi papá, Julián, nunca hablaba de ella. Solo decía: “Tu mamá tuvo sus razones”.

Mi abuela me acarició el cabello. —Decide tú, mi niña— murmuró.

Miré a Lucía. Vi lágrimas correr por sus mejillas. Pero el miedo y la rabia pudieron más.

—No quiero verte. Vete— dije, y cerré la puerta con fuerza.

Ese portazo resonó en mi cabeza durante años. Crecí con la culpa pegada a la piel como una segunda sombra. En el barrio, todos sabían que yo era “la niña sin mamá”. Algunos decían que Lucía se había ido con otro hombre; otros, que no soportó la pobreza ni los golpes de mi papá. Nadie sabía la verdad completa.

Mi abuela fue mi refugio. Me enseñó a hacer arepas, a rezar el rosario y a defenderme en un mundo donde ser mujer pobre era casi una condena. Pero también me enseñó a desconfiar del amor: “La gente siempre se va”, repetía mientras tejía en silencio.

Los años pasaron y yo me convertí en madre joven, casi sin darme cuenta. Mi hija, Valentina, nació cuando yo tenía diecinueve años y apenas había terminado el colegio nocturno. El papá de Valentina desapareció antes de que ella cumpliera un año. La historia se repetía como una maldición familiar.

Una noche, mientras arropaba a Valentina después de un día difícil —yo trabajando en una panadería y ella enferma con fiebre— sentí una angustia insoportable. Me vi reflejada en ella: una niña esperando a alguien que no llega. Me pregunté si Lucía sintió lo mismo cuando me dejó.

Un día cualquiera, mientras barría el patio, llegó una carta sin remitente. Era de Lucía. Decía que vivía en Cali, que había intentado rehacer su vida pero nunca pudo olvidar el portazo ni mi carita asustada. “Perdóname por no ser la madre que necesitabas”, escribió. “Ojalá algún día puedas entenderme”.

Guardé la carta durante meses sin responder. La leía cada vez que sentía rabia o tristeza. Me preguntaba si debía buscarla, si tenía derecho a pedirle explicaciones o si era mejor dejar el pasado enterrado.

Mi abuela enfermó poco después. En su lecho de muerte me tomó la mano y me susurró: —No cargues con lo que no es tuyo, Marianita. Tu mamá también fue víctima… como tú.—

Esas palabras me persiguieron durante semanas. Empecé a preguntar por Lucía entre las vecinas del barrio, llamé a algunos números viejos que encontré en la agenda de mi abuela. Nadie sabía nada concreto.

Una tarde de domingo, mientras Valentina jugaba con otras niñas en la plaza, me senté en una banca y lloré como no lo hacía desde niña. Una señora se me acercó:

—¿Estás bien?

Le conté mi historia sin saber por qué. Ella me miró con compasión y dijo: —A veces el perdón no es para quien se fue, sino para quien se quedó.

Esa noche llamé al número que venía al final de la carta de Lucía. Contestó una voz cansada:

—¿Aló?

—¿Mamá?—

Hubo un silencio largo, pesado como plomo.

—Mariana… ¿eres tú?

No supe qué decirle. Lloramos juntas al teléfono durante minutos eternos.

Nos encontramos semanas después en un parque de Cali. Lucía estaba más vieja y delgada de lo que recordaba, pero sus ojos seguían siendo los míos. Hablamos durante horas. Me contó su versión: los golpes de mi papá, el hambre, el miedo a morir y dejarme sola para siempre. Me confesó que intentó volver muchas veces pero nunca tuvo el valor hasta aquel día lluvioso en Medellín.

—Cuando cerraste la puerta supe que te había perdido para siempre— dijo entre lágrimas.

Yo también lloré. Le conté sobre Valentina, sobre mis miedos y mis culpas.

No fue fácil perdonarla ni perdonarme a mí misma por aquel portazo. Pero poco a poco fuimos reconstruyendo algo parecido a una relación; no madre e hija como antes, sino dos mujeres heridas intentando sanar juntas.

Hoy veo a Valentina dormir y me pregunto si algún día ella también tendrá que tomar decisiones imposibles. Si sabrá perdonar mis errores como yo intento perdonar los de Lucía.

¿Hasta cuándo vamos a cargar con los pecados de quienes nos criaron? ¿Cuántas puertas cerradas necesitamos para aprender a abrir el corazón? ¿Ustedes han tenido que perdonar algo así alguna vez?