El mensaje que cayó del cielo: Una carta en el patio de mi abuela

—¡Mamá, ven rápido! —grité, con la voz temblorosa y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho.

Mi madre salió corriendo de la cocina, secándose las manos en el delantal, con esa mezcla de preocupación y cansancio que solo tienen las mujeres que han cargado con el peso de la familia toda la vida. Yo estaba parado junto al limonero del patio de mi abuela, mirando fijamente un globo rojo, sucio y desinflado, enredado entre las ramas bajas. Atada al hilo había una carta arrugada, escrita con letra infantil.

—¿Qué pasó, Emiliano? —preguntó mi mamá, mirándome con esos ojos grandes y oscuros que siempre parecían saber más de lo que decían.

—Mira esto —le dije, entregándole la carta con manos temblorosas.

Ella leyó en silencio. Yo podía ver cómo sus labios se apretaban y sus ojos se llenaban de lágrimas. Cuando terminó, me miró como si de repente yo hubiera dejado de ser su hijo y me hubiera convertido en un extraño.

La carta decía:

«Querido papá, sé que estás lejos porque mamá dice que tuviste que irte a buscar trabajo. Te extraño mucho. Ojalá este globo llegue hasta donde estés. Te quiero. Sofía.»

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Mi abuela, que estaba sentada en su mecedora tejiendo, levantó la vista y preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Por qué están tan serios?

Mi mamá no respondió. Yo tampoco podía hablar. Sentí una punzada en el pecho, como si esa carta no fuera para un desconocido, sino para nosotros mismos. Porque en mi familia también había ausencias, secretos y palabras no dichas.

Esa noche, mientras cenábamos frijoles con tortillas recién hechas, mi mamá apenas probó bocado. Mi abuela la miraba de reojo, como si supiera que algo se estaba gestando en el aire espeso de nuestra casa vieja.

Después de cenar, me acerqué a mi mamá mientras lavaba los trastes.

—¿Por qué te puso tan triste esa carta? —le pregunté en voz baja.

Ella suspiró y dejó caer los platos en el agua jabonosa.

—Porque me recordó a tu papá —dijo finalmente—. A veces pienso que si le hubiera escrito una carta así cuando se fue, tal vez habría vuelto.

Me quedé callado. No recordaba mucho a mi papá. Se fue cuando yo tenía seis años, supuestamente a trabajar a Estados Unidos. Nunca más supimos de él. Crecí escuchando historias contradictorias: que tenía otra familia allá, que lo deportaron, que murió cruzando el desierto. Nadie sabía la verdad.

Esa noche no pude dormir. Me levanté y salí al patio. El globo seguía ahí, colgando tristemente del árbol. Me senté en la banca de cemento y leí la carta una y otra vez bajo la luz amarilla del foco. Pensé en Sofía, esa niña desconocida que había lanzado su esperanza al cielo esperando una respuesta. Pensé en mi mamá, en mi abuela, en todos los silencios que llenaban nuestra casa.

Al día siguiente llevé la carta a la escuela y se la mostré a mi mejor amigo, Rodrigo.

—¿Y si buscamos a Sofía? —me dijo con los ojos brillando de emoción—. Tal vez vive cerca.

La idea me pareció absurda al principio, pero algo dentro de mí quería encontrarla. Tal vez porque necesitaba creer que los mensajes lanzados al viento pueden encontrar su destino.

Pasamos días preguntando en las tienditas del barrio si alguien conocía a una Sofía cuya papá se hubiera ido al norte. Nadie sabía nada. Pero la historia del globo empezó a correr entre los vecinos. Pronto, otras personas comenzaron a contar sus propias historias de padres ausentes: don Ernesto, el panadero, cuya hija vive en Chicago; doña Lupita, que llora cada Navidad porque su hijo nunca llama; mi propio tío Martín, que manda dólares pero nunca fotos.

Una tarde, mientras ayudaba a mi abuela a regar las plantas, ella me dijo:

—Tu abuelo también se fue una vez. Se fue a buscar trabajo a Monterrey y regresó tres años después. Yo lo esperé porque lo amaba… pero nunca volvió a ser el mismo.

Me quedé pensando en todas esas ausencias heredadas como una maldición familiar. ¿Por qué los hombres siempre se van? ¿Por qué las mujeres siempre esperan?

Un domingo por la mañana llegó una camioneta vieja al barrio. De ella bajó un hombre moreno, delgado, con una mochila raída al hombro. Caminó hasta nuestra casa y tocó la puerta. Mi mamá abrió y se quedó paralizada.

—Hola, Lucía —dijo el hombre con voz ronca—. Soy yo… Javier.

Era mi papá.

El silencio fue absoluto. Mi abuela dejó caer su tejido al suelo. Yo sentí un nudo en la garganta tan grande que apenas podía respirar.

—¿Por qué volviste? —preguntó mi mamá sin mirarlo a los ojos.

—Porque recibí una carta —respondió él sacando un papel arrugado del bolsillo—. No era para mí… pero me hizo recordar todo lo que dejé atrás.

Supe entonces que alguien le había contado lo del globo y la carta de Sofía. Que esa historia había viajado por el barrio hasta llegar a sus oídos y había removido algo dentro de él.

No fue fácil perdonarlo ni entenderlo. Hubo gritos, reproches y muchas lágrimas. Pero poco a poco fuimos reconstruyendo algo parecido a una familia. Mi papá nunca explicó del todo por qué se fue ni por qué tardó tanto en volver. Pero yo aprendí que a veces los mensajes lanzados al viento encuentran su destino… aunque tarden años en llegar.

Ahora cada vez que veo un globo flotando en el cielo pienso en Sofía, en mi papá y en todos los que esperan respuestas desde lejos.

¿Será que todos llevamos cartas sin abrir dentro del corazón? ¿Cuántas historias como la mía habrá esperando ser contadas?