¿Perdonar o no? La herida invisible de mi matrimonio

—¿Por qué, Pablo? ¿Por qué lo hiciste? —mi voz temblaba, apenas un susurro entre el estruendo de mi propio corazón roto.

Él estaba ahí, sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos. La habitación olía a colonia y a lágrimas. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales como si quisiera entrar y ser testigo de nuestra desgracia. Yo no podía dejar de mirarle, buscando en su rostro alguna señal de aquel hombre al que juré amor eterno hace cuatro años, en una pequeña iglesia de Toledo, rodeados solo de los nuestros.

—No lo sé, Lucía… No sé en qué estaba pensando. Fue un error, te lo juro. No significa nada —su voz era apenas audible, como si tuviera miedo de romperse aún más.

Pero yo ya estaba rota. Todo lo que habíamos construido juntos —las noches de risas en la cocina, los viajes a Granada y Lisboa, los planes para comprar una casa en las afueras de Madrid— se desmoronaba ante mis ojos. Me sentía estafada por la vida, por él, por mí misma por no haberlo visto venir.

Recuerdo el día que lo descubrí. Fue un mensaje en su móvil, una notificación que apareció mientras él se duchaba. «Te echo de menos», decía. El corazón me dio un vuelco. No quise creerlo. Pensé que sería una broma, una confusión. Pero la curiosidad me venció y leí toda la conversación. No era una broma. Era real. Era otra mujer.

Esa noche no dormí. Me senté en el sofá del salón, abrazando mis rodillas, escuchando el tic-tac del reloj y preguntándome en qué momento mi vida perfecta se había convertido en una mentira. Cuando Pablo salió del baño y me vio allí, supo que lo sabía todo. No hizo falta decir nada.

—Lucía, por favor… —intentó acercarse, pero yo me aparté.

—No me toques —le dije con una frialdad que ni yo reconocía en mi voz.

Durante días, la casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas. Mi madre me llamaba cada tarde para preguntar cómo estaba. Yo le mentía: «Bien, mamá, todo bien». No quería preocuparla ni soportar el juicio de mi familia. Mi hermana Carmen sospechaba algo; siempre ha sido más intuitiva que yo.

Una tarde, mientras tomábamos café en una terraza del barrio de Chamberí, Carmen me miró fijamente:

—¿Te pasa algo con Pablo? Estás rara últimamente.

No pude evitarlo y rompí a llorar allí mismo, entre las tazas y los murmullos de los camareros.

—Me ha engañado —susurré.

Carmen me abrazó fuerte y no dijo nada. A veces el silencio es el mejor consuelo.

Pablo intentó todo para arreglarlo: cartas escritas a mano, flores cada mañana, mensajes interminables pidiéndome perdón. Incluso propuso ir a terapia de pareja. Pero yo no podía dejar de imaginarle con otra mujer. Cada vez que me tocaba, sentía frío. Cada vez que me decía «te quiero», dudaba si era verdad.

Una noche, después de cenar en silencio, Pablo se arrodilló ante mí:

—Lucía, dime qué puedo hacer para que me perdones. Estoy dispuesto a todo. Te amo más que a nada en este mundo.

Le miré a los ojos y vi el miedo, la desesperación… pero también vi mi propio dolor reflejado en ellos.

—No sé si puedo perdonarte —le dije—. No sé si quiero hacerlo siquiera.

La gente piensa que el amor todo lo puede, pero nadie te prepara para esto. Nadie te dice cómo reconstruir la confianza cuando ha sido destrozada por quien más amas.

En el trabajo fingía normalidad, pero por dentro era un torbellino de emociones: rabia, tristeza, nostalgia… A veces recordaba nuestros primeros años juntos y me preguntaba si alguna vez había sido real o solo una ilusión.

Mis amigas opinaban de todo:

—Si te quiere de verdad, no lo habría hecho —decía Marta.

—Todos cometemos errores; si está arrepentido y tú le amas, deberías intentarlo —opinaba Laura.

Pero ninguna estaba en mi piel. Nadie sentía este vacío en el pecho cada vez que le veía entrar por la puerta.

Pasaron semanas así. Pablo seguía intentándolo todo: cenas románticas, escapadas improvisadas a Segovia… Pero yo seguía atrapada entre el amor y el rencor.

Una tarde decidí ir a ver a mi abuela Rosario al pueblo. Siempre ha sido mi refugio cuando la vida se pone cuesta arriba. Nos sentamos juntas bajo la parra del patio y le conté todo.

Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:

—El perdón no es para él, Lucía; es para ti misma. Si no puedes perdonar ahora, no te obligues. Pero tampoco vivas con odio; eso te consume por dentro.

Sus palabras me hicieron pensar durante días. ¿Era capaz de perdonar? ¿O solo tenía miedo de estar sola?

Pablo seguía ahí, esperando una respuesta que yo no podía darle aún. Le quería, sí… pero ¿bastaba eso?

Hoy escribo estas líneas desde nuestra casa vacía; él se ha ido unos días a casa de su hermano para darme espacio. Miro las fotos de nuestros viajes colgadas en la pared y siento una punzada en el corazón.

¿Se puede volver a confiar después de una traición así? ¿Es posible reconstruir lo roto o solo estamos pegando los pedazos por miedo al vacío?

A veces pienso que el verdadero amor es saber cuándo soltar… pero otras veces deseo con todas mis fuerzas volver a ser aquella Lucía feliz e ingenua que creía que nada podía romper su mundo.