El batido amargo de Samantha
—¡Mamá, no puedo creerlo! —grité, apretando el recibo arrugado entre mis manos sudorosas, mientras el bullicio del supermercado La Gran Bodega retumbaba a mi alrededor. Mi madre, doña Teresa, me miró con esa mezcla de paciencia y resignación que solo las madres mexicanas pueden perfeccionar.
—Samantha, te dije que esperaras. Aquí siempre ponen ofertas después de quincena —me respondió, mientras acomodaba los jitomates en la bolsa de mandado.
Pero yo no podía escucharla. Mi mente estaba atrapada en la imagen de la licuadora reluciente que acababa de comprar a precio completo. Había soñado con ese electrodoméstico desde que vi a la chef Paulina preparar jugos verdes en la tele. Imaginaba a mi familia probando mis batidos y licuados, orgullosos de mi talento culinario. Pero ahora, todo se sentía agrio.
La historia comenzó esa mañana, cuando desperté con el aroma a café de olla y pan dulce. Mi hermano menor, Emiliano, ya estaba viendo caricaturas y mi papá leía el periódico. Yo tenía una misión: conseguir la licuadora que me haría sentir como una chef profesional.
—¿Por qué no esperas al Buen Fin? —me preguntó mi papá, sin apartar la vista de las noticias.
—¡Papá! Eso es en dos semanas. Además, ¿y si se acaban? —repliqué, convencida de que mi oportunidad era hoy.
Mi mamá solo suspiró. Ella sabe que cuando se me mete algo en la cabeza, no hay quien me detenga.
Llegamos al supermercado y el ambiente era un caos: carritos chocando, niños llorando, señoras peleando por el último kilo de azúcar en oferta. Caminé directo a la sección de electrodomésticos. Ahí estaba: la licuadora de vaso grueso, motor potente y cuchillas de acero inoxidable. El precio era alto, pero mi entusiasmo lo justificaba.
—¿Le ayudo con algo, señorita? —me preguntó un joven empleado llamado Mauricio.
—Sí, quiero esta licuadora. ¿Hay alguna promoción? —pregunté con esperanza.
—No por ahora, pero es la mejor que tenemos —respondió con una sonrisa amable.
Sin pensarlo más, saqué mi tarjeta y pagué. Sentí una mezcla de orgullo y nerviosismo mientras caminaba hacia la caja. Mi mamá me miró de reojo, pero no dijo nada.
Al salir del supermercado, vi un cartel enorme que estaban colocando justo en ese momento: «¡Gran Venta Mañana! 40% de descuento en electrodomésticos». Sentí cómo se me caía el alma a los pies.
—¿Ves? Por eso te dije que esperaras —insistió mi mamá.
—¿Y si regreso la licuadora? —pregunté desesperada.
—No creo que te devuelvan el dinero tan fácil —dijo ella encogiéndose de hombros.
El camino a casa fue silencioso. Emiliano jugaba con su nuevo balón y mi papá tarareaba una canción de José Alfredo Jiménez. Yo solo podía pensar en el dinero perdido y en mi impulsividad.
Esa noche, mientras preparaba un licuado para todos, intenté disimular mi tristeza. Mi papá probó el batido y sonrió.
—Está delicioso, hija. Pero recuerda: las mejores decisiones se toman con calma —me dijo con cariño.
Mi mamá me abrazó y susurró:
—No te preocupes tanto por las cosas materiales. Lo importante es lo que haces con ellas.
Pero yo no podía dejar de sentirme tonta. Pensé en todas las veces que me dejé llevar por la emoción: cuando compré ropa que nunca usé, cuando gasté mis ahorros en cosas innecesarias solo por sentirme parte de algo o para impresionar a otros.
Al día siguiente, fui al supermercado a preguntar si podía devolver la licuadora. Mauricio me reconoció y negó con la cabeza:
—Lo siento mucho, Sam. Las devoluciones solo aplican si el producto está defectuoso.
Salí del lugar sintiéndome derrotada. Caminé por el mercado municipal para distraerme y vi a doña Lupita vendiendo jugos con una licuadora vieja y ruidosa. Aun así, tenía fila de clientes felices.
Me acerqué y le pregunté:
—¿No le gustaría tener una licuadora nueva?
Ella se rió:
—Mija, esta ya tiene más años que yo trabajando aquí. Lo importante es el cariño con el que hago los jugos.
Esa frase me hizo pensar en todo lo que había pasado. Llegué a casa y preparé un batido especial para mi familia. Esta vez no sentí tristeza ni enojo; solo agradecimiento por tenerlos conmigo y por poder compartir algo hecho con amor.
Esa noche, mientras lavaba los vasos, reflexioné:
¿De verdad valen la pena las cosas materiales si no sabemos esperar el momento adecuado? ¿Cuántas veces nos dejamos llevar por la prisa y terminamos perdiendo más de lo que ganamos?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido ese amargo sabor de una decisión impulsiva? Los leo.