Entre pañales y sueños rotos: Mi vida como madre adolescente en Nueva York
—¡Camila, ¿qué hiciste?!— El grito de mi mamá retumbó en todo el apartamento, haciendo temblar hasta los cuadros torcidos de la sala. Yo apenas podía sostenerle la mirada. Tenía dieciséis años, un test de embarazo positivo en la mano y el corazón hecho trizas.
Mi papá, don Ernesto, se quedó mudo. Solo apretó los puños y se fue al balcón a fumar, aunque siempre decía que había dejado el cigarro por mi hermanito menor. Mi mamá, doña Rosa, lloraba y rezaba al mismo tiempo, pidiéndole a la Virgen de Guadalupe que esto fuera una pesadilla. Pero no lo era. Yo estaba embarazada y el padre era Julián, mi novio desde hacía un año, también hijo de inmigrantes mexicanos como yo.
—¿Y ahora qué vas a hacer?— preguntó mi mamá entre sollozos.
No supe qué responder. En mi cabeza solo resonaba la voz de Julián diciéndome: “No te preocupes, Cami, vamos a salir adelante juntos”. Pero él tenía diecisiete años y trabajaba medio tiempo en una taquería. Yo apenas iba en segundo año de high school. ¿Cómo íbamos a salir adelante?
Las semanas siguientes fueron un torbellino de chismes y miradas en la escuela. Mis amigas dejaron de invitarme a las fiestas. Los profesores me miraban con lástima o desaprobación. Solo mi mejor amiga, Valeria, me defendía: “No eres la primera ni serás la última, Cami. Pero tienes que ser fuerte”.
Julián intentó hacer lo correcto: habló con sus papás, buscó otro trabajo lavando platos en Manhattan y hasta me propuso matrimonio. Recuerdo esa tarde en el parque Flushing Meadows, sentados en una banca oxidada:
—Cami, cásate conmigo. No quiero que nuestro hijo crezca sin papá.
Yo lloré. No por felicidad, sino por miedo. ¿Qué sabía yo del matrimonio? Pero acepté porque sentí que era lo que debía hacer. Mis papás organizaron una boda sencilla en la iglesia del barrio. Mi vestido era prestado y los tamales los hizo mi tía Lupita.
Al principio, todo fue una mezcla de esperanza y terror. Nos mudamos a un cuartito rentado en el sótano de una casa ecuatoriana en Corona. Julián trabajaba doble turno y yo dejé la escuela para cuidar a nuestro hijo, Emiliano. Las noches eran eternas: entre el llanto del bebé y las peleas por dinero, empecé a sentirme sola.
Mi mamá venía a ayudarme cuando podía, pero siempre terminábamos discutiendo:
—Te lo dije, Camila. La vida no es fácil para las que se adelantan.
Yo solo quería dormir unas horas seguidas o salir a caminar sin cargar pañales y biberones. Julián llegaba cansado y apenas hablábamos. A veces discutíamos por tonterías: que si no había leche, que si él no ayudaba con el niño, que si yo estaba de mal humor.
Una noche exploté:
—¡No puedo más! ¡Esto no era lo que soñaba!
Julián me miró con rabia y tristeza:
—¿Y crees que yo sí? ¡También dejé todo por ti y por Emiliano!
El amor se fue apagando entre cuentas sin pagar y promesas rotas. Empezamos a dormir en camas separadas. Yo sentía que me ahogaba en ese sótano húmedo, viendo cómo mis amigas subían fotos en Instagram viajando o celebrando su graduación.
Un día recibí una carta de la escuela: podía terminar mis estudios en línea si quería. Me aferré a esa oportunidad como un náufrago a una tabla. Empecé a estudiar mientras Emiliano dormía la siesta. Julián se molestó:
—¿Ahora vas a dejarme solo con todo?
—No te estoy dejando solo —le respondí—. Solo quiero algo mejor para nosotros.
Pero él no lo entendió. Se fue alejando más y más hasta que una tarde no volvió. Me dejó una nota: “Lo siento, Cami. No puedo más”.
Sentí que el mundo se me venía encima. Lloré días enteros. Mi mamá vino por mí y me llevó de regreso a casa. Mi papá apenas me habló durante semanas.
Con el tiempo, terminé la prepa en línea y conseguí un trabajo como asistente en una clínica comunitaria. Emiliano empezó a caminar y a decir sus primeras palabras. Cada vez que lo veía reírse, sentía una mezcla de culpa y orgullo.
Julián regresó un par de veces para ver al niño, pero ya no éramos los mismos. Él tenía otra novia y yo apenas empezaba a reconstruir mi vida.
La familia nunca volvió a ser igual. Mis papás discutían más seguido; mi mamá decía que yo era su reflejo, que ella también fue madre joven en Michoacán antes de emigrar. A veces me preguntaba si estábamos condenadas a repetir la historia.
Hoy tengo veintidós años y sigo viviendo con mis papás y Emiliano en Queens. Trabajo duro para darle un futuro mejor a mi hijo, pero todavía cargo con las miradas juzgonas de la familia y la comunidad latina:
—Mira nomás, tan bonita y tan joven…
A veces sueño con volver a empezar, con tener una vida diferente. Pero luego veo a Emiliano dormir abrazado a su osito y sé que no cambiaría nada de lo vivido.
Me pregunto: ¿Cuántas Camilas hay allá afuera sintiéndose solas e incomprendidas? ¿Por qué seguimos juzgando en vez de apoyar? ¿Será que algún día podremos romper este ciclo?