Cuando el Amor se Vuelve Silencio: La Historia de Marta

—¿Otra vez con ese tema, mamá? —me dijo Lucía, mi hija menor, mientras recogía los platos del almuerzo familiar. Su tono era una mezcla de cansancio y preocupación. Yo había vuelto a mencionar, casi sin querer, que no entendía por qué la gente seguía pensando que una mujer sola a mi edad debía buscar pareja.

Me quedé mirando la mesa vacía, los restos de arroz con pollo y el vaso de jugo de guayaba que nadie terminó. Afuera, el calor del mediodía bogotano se colaba por la ventana y me envolvía en una nostalgia espesa. Recordé mi primer matrimonio con Jorge, hace ya más de treinta años. Recuerdo el vestido blanco, la iglesia llena de primos y tías, la sonrisa nerviosa de mi madre mientras me ajustaba el velo. Y también recuerdo las noches de silencio, los gritos ahogados para que los niños no escucharan, las veces que me pregunté si ese era el amor del que hablaban las novelas mexicanas.

—Mamá, no tienes por qué estar sola —insistió Lucía, sentándose a mi lado—. Hay grupos de adultos mayores, puedes conocer gente nueva…

La miré y sentí ternura. Ella no entendía que la soledad no siempre es enemiga. Que después de años de cuidar a otros, de ponerme en segundo plano para que la familia siguiera adelante, había aprendido a disfrutar mis propios silencios. Pero ¿cómo explicarle eso a una generación que todavía cree que la felicidad viene en pareja?

Mi hermana Patricia siempre fue la rebelde. Se fue a vivir a Medellín con un músico y nunca se casó. Mi mamá la llamaba «la oveja negra», pero yo envidiaba su libertad. Cuando Jorge murió, hace diez años, Patricia fue la única que no me preguntó si pensaba rehacer mi vida. Solo me abrazó y me dijo: «Ahora sí vas a aprender quién eres».

Al principio, el duelo fue como una tormenta interminable. Los hijos ya grandes, la casa vacía, los domingos eternos frente al televisor viendo telenovelas venezolanas para no pensar. Mis amigas del barrio me invitaban a retiros espirituales y bailes para viudas. «No te puedes quedar sola», decían. «Una mujer sola es presa fácil». Pero yo sentía que cada vez que intentaba encajar en esos grupos, algo dentro de mí se rompía un poco más.

Un día conocí a Ernesto en el supermercado. Me ayudó a alcanzar una bolsa de arroz en la góndola más alta y terminamos conversando sobre recetas de tamales. Me invitó a tomar café y acepté. Era amable, divertido y viudo también. Salimos varias veces; mis hijos se emocionaron pensando que por fin «superaría» mi viudez. Pero cuando Ernesto empezó a hablar de mudarnos juntos, sentí un frío en el estómago.

—¿No te gustaría volver a tener compañía? —me preguntó una tarde mientras caminábamos por el parque Simón Bolívar.

—No lo sé —le respondí con sinceridad—. Me gusta estar contigo, pero también me gusta estar sola.

Él sonrió con tristeza. «A veces creo que nos enseñaron a tener miedo al silencio», dijo.

Esa noche lloré en silencio. No por Ernesto, sino por mí misma. Por todas las veces que me obligué a ser lo que otros esperaban: buena esposa, madre ejemplar, nuera sumisa. Por todas las veces que callé mis deseos para no incomodar a nadie.

En las reuniones familiares, mis sobrinas me miran con lástima disimulada. «La tía Marta se quedó sola», susurran cuando creen que no escucho. Pero yo las observo: algunas atrapadas en matrimonios sin amor, otras corriendo detrás de hombres que no las valoran. Y me pregunto si realmente soy yo la que está sola.

Hace poco fui al médico por un dolor en la espalda. El doctor Ramírez —un hombre amable y mayor— me preguntó si vivía acompañada. Cuando le dije que no, frunció el ceño: «A esta edad es mejor tener alguien cerca». Salí del consultorio sintiéndome invisible, como si mi valor dependiera de tener un hombre al lado.

Pero luego llego a casa y disfruto mi café en silencio, leo novelas de Laura Restrepo hasta la madrugada y bailo cumbia sola en la sala cuando nadie me ve. He aprendido a escuchar mis propios pensamientos sin miedo.

A veces Lucía insiste:

—Mamá, ¿no te gustaría volver a enamorarte?

Y yo le respondo:

—Quizás sí… pero no quiero volver a perderme en otro.

La verdad es que el deseo de casarme se fue apagando con los años, como una vela que se consume despacio pero sin dolor. No es resignación; es libertad. La libertad de elegir mis rutinas, mis silencios y hasta mis tristezas.

Sé que para muchas mujeres como yo en Colombia y toda Latinoamérica, el matrimonio sigue siendo un mandato social casi sagrado. Nos enseñaron desde niñas que sin un hombre al lado estamos incompletas. Pero yo he descubierto otra verdad: puedo estar sola y sentirme plena.

A veces me pregunto si alguna vez dejarán de juzgarnos por elegirnos primero a nosotras mismas. ¿Será posible que algún día podamos hablar abiertamente de este tema sin sentir vergüenza o culpa? ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo este mismo silencio?

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez ese alivio dulce de estar contigo misma? ¿O todavía crees que la felicidad viene siempre en pareja?