Después de Dieciséis Años: El Regreso de Tomás y el Eco de las Viejas Heridas
—¿Por qué has venido ahora, Tomás? —mi voz tiembla, aunque intento mantenerme firme. La puerta entreabierta deja pasar el aire frío de la noche, y él, encorvado y con la mirada perdida, apenas puede sostenerse en pie.
—No tengo a dónde ir, Carmen —responde, su voz ronca y apagada—. Solo necesito unas semanas… hasta que me recupere un poco.
No lo he visto en dieciséis años. Desde aquella tarde en la que se marchó sin mirar atrás, dejando tras de sí un silencio que se instaló en cada rincón de la casa. Mis hijos, Álvaro y Sergio, eran apenas unos adolescentes entonces. Ahora son hombres hechos y derechos, con sus propias familias y opiniones firmes sobre lo que está bien y lo que está mal.
Cierro la puerta tras Tomás y lo ayudo a sentarse en el sofá. Su tos seca resuena en el salón, donde aún cuelgan fotos antiguas: los niños en la playa de Benidorm, una Navidad en la que todos sonreíamos sin saber lo que vendría después. Me siento a su lado, pero dejo una distancia prudente. No sé si es por miedo o por orgullo.
Al día siguiente, llamo a Álvaro. Su reacción es inmediata:
—¿¡Que le has dejado entrar!? Mamá, ¿te has vuelto loca? Ese hombre te hizo la vida imposible. ¿Ahora vienes a cuidarle como si nada?
—Está enfermo, Álvaro. No tiene a nadie más —intento justificarme, pero mi voz suena débil incluso para mí.
—Pues que se busque la vida como hizo todos estos años. No te merece —cuelga sin despedirse.
Sergio es más calmado, pero su decepción es palpable:
—Mamá, entiendo que quieras ayudarle… pero ¿y tú? ¿Quién te cuida a ti? No tienes por qué cargar con él otra vez.
Me quedo mirando el teléfono tras colgar. Siento una punzada de culpa. ¿Estoy traicionando a mis hijos por acoger al hombre que los abandonó? ¿O me traiciono a mí misma si le cierro la puerta en su peor momento?
Los días pasan lentos. Tomás apenas sale de la habitación de invitados. A veces lo escucho toser o murmurar mi nombre entre sueños. La casa se llena de recuerdos: discusiones acaloradas por tonterías, silencios eternos después de las peleas, la soledad que llegó cuando él se fue. Pero también hay destellos de ternura: las noches en las que bailábamos en la cocina mientras los niños dormían, los veranos en Asturias con toda la familia reunida.
Una tarde, mientras le llevo una taza de caldo caliente, Tomás me mira con los ojos vidriosos:
—Siento todo lo que te hice pasar, Carmen. Si pudiera volver atrás…
—No puedes —le corto, más brusca de lo que pretendía—. Pero ahora estás aquí. Y yo… no sé si soy capaz de odiarte para siempre.
Esa noche no duermo. Me debato entre el rencor y la compasión. Recuerdo cómo tuve que aprender a vivir sola: las primeras noches sin dormir, el miedo a no poder con todo, el orgullo de salir adelante sin ayuda. Pero también recuerdo lo mucho que dolió ver a mis hijos crecer sin su padre.
Al día siguiente, Álvaro aparece sin avisar. Entra como un vendaval:
—¿Dónde está? Quiero verle.
Lo llevo hasta la habitación. Tomás está pálido, con la mirada perdida en el techo. Álvaro se queda en el umbral, los puños apretados.
—¿Por qué has vuelto? —pregunta con rabia contenida—. ¿No te bastó con irte una vez?
Tomás apenas puede responder:
—No busco perdón… solo un poco de paz.
Álvaro sale dando un portazo. Yo me siento al borde de la cama y tomo la mano de Tomás. Está fría y temblorosa.
—No sé si puedo perdonarte —susurro—. Pero tampoco puedo dejarte morir solo.
Los días siguientes son un torbellino de emociones: llamadas tensas con Sergio, visitas incómodas de Álvaro que no pasa del recibidor, noches en vela escuchando la respiración entrecortada de Tomás. La casa parece más pequeña que nunca; los recuerdos pesan como piedras.
Una tarde lluviosa, Sergio viene a verme. Se sienta conmigo en la cocina y rompe el silencio:
—Mamá… Si tú puedes soportarlo, intentaré entenderlo. Pero prométeme que no vas a sacrificarte otra vez por él.
Le prometo lo que puedo: cuidaré de Tomás mientras lo necesite, pero no volveré a perderme a mí misma por nadie.
El tiempo pasa y Tomás mejora poco a poco. Un día me pide salir al balcón; quiere ver el atardecer sobre los tejados del barrio madrileño donde crecimos juntos. Nos sentamos en silencio, viendo cómo el sol tiñe de naranja las fachadas gastadas.
—Gracias —me dice simplemente—. Por todo.
No respondo. No sé si algún día podré perdonarle del todo, pero tampoco quiero vivir anclada al pasado.
Ahora que Tomás duerme tranquilo y mis hijos empiezan a aceptar mi decisión (aunque les cueste), me pregunto: ¿Es posible reconstruir algo sobre las ruinas del dolor? ¿O solo estamos condenados a repetir los mismos errores una y otra vez?
¿Vosotros qué haríais? ¿Le abriríais la puerta al pasado si os lo pidiera ayuda?