La oferta inesperada de mi exmarido: Un piso para nuestro hijo, a cambio de mi silencio
—¿De verdad crees que puedes comprar mi silencio con un piso, Javier? —escupí las palabras, temblando, mientras sostenía la taza de café con tanta fuerza que pensé que se rompería en mis manos.
Él ni siquiera me miró a los ojos. Estaba sentado al otro lado de la mesa de la cocina, en el piso que una vez compartimos, ese mismo piso donde creímos que seríamos felices para siempre. Ahora, cada rincón me devolvía el eco de sus mentiras, de sus ausencias, de las noches en las que yo fingía dormir mientras él enviaba mensajes a otra mujer.
—No es comprar nada, Lucía. Es lo mejor para Brian —dijo finalmente, con ese tono frío y calculador que tanto odiaba.
Brian. Nuestro hijo. Mi razón de seguir adelante cuando todo se derrumbó. Tenía solo diez años cuando Javier y yo nos separamos. Recuerdo el día en que le expliqué que papá ya no viviría con nosotros. Sus ojos grandes y oscuros, tan parecidos a los míos, se llenaron de lágrimas silenciosas. No preguntó por qué. Solo me abrazó fuerte, como si temiera que yo también pudiera desaparecer.
Durante años soporté las infidelidades de Javier. Primero fueron pequeñas mentiras: reuniones de trabajo que no existían, llamadas que cortaba al verme entrar en la habitación. Luego llegaron los mensajes encontrados por casualidad, los perfumes ajenos impregnados en su ropa. Aguanté por Brian, por no romper la familia, por miedo al qué dirán en el barrio, en el colegio, entre los amigos comunes. Pero un día ya no pude más. Me miré al espejo y no me reconocí. Decidí marcharme.
El divorcio fue una guerra fría. Javier intentó convencerme de que exageraba, que todos los hombres tenían aventuras y que yo debía ser más comprensiva. Pero yo ya estaba rota y no había vuelta atrás. Me fui con Brian a casa de mis padres en Vallecas, mientras él se quedó en nuestro piso del centro.
Ahora, dos años después, Javier me llama para ofrecerme el piso para Brian. Pero hay una condición: debo firmar un documento donde renuncio a cualquier reclamación futura sobre su patrimonio y, sobre todo, guardar silencio sobre los verdaderos motivos de nuestro divorcio. Ni una palabra a nadie más. Ni siquiera a Brian cuando sea mayor.
—¿Y si algún día él me pregunta? ¿Qué le digo? ¿Que su padre es un santo? —le pregunté con la voz rota.
Javier suspiró y se pasó la mano por el pelo, nervioso.
—Dile lo que quieras, pero no menciones mis… errores. No quiero que mi hijo me odie.
Me quedé callada. Miré por la ventana: la ciudad seguía su curso indiferente a mi drama personal. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía que las mujeres tenemos que ser fuertes, pero también dignas. Pensé en Brian y en lo mucho que le costaba adaptarse al colegio nuevo, lo mucho que echaba de menos su habitación llena de dinosaurios y sus tardes en el parque del Retiro.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en la oferta de Javier. Un piso en Madrid es casi un milagro hoy en día. Podría darle a Brian estabilidad, un hogar propio, dejar de depender de mis padres y sus miradas compasivas cada vez que llego tarde del trabajo porque no puedo pagar una niñera.
Pero también sentía rabia. ¿Por qué tenía yo que callar? ¿Por qué siempre somos las mujeres las que cargamos con el peso del qué dirán? ¿Por qué tengo que proteger la imagen de un hombre que nunca pensó en protegerme a mí?
Al día siguiente fui a ver a mi amiga Carmen. Siempre ha sido mi confidente desde el instituto.
—¿Y si acepto? —le pregunté—. ¿Sería tan terrible?
Carmen me miró con esos ojos suyos llenos de vida.
—Lucía, tú siempre has sido honesta. Pero también eres madre antes que nada. Haz lo que sea mejor para Brian, pero no te olvides de ti misma.
Las palabras de Carmen me acompañaron toda la semana mientras iba al trabajo en el metro abarrotado, mientras ayudaba a Brian con los deberes o le preparaba la merienda. Cada vez que veía su carita triste al recordar su antigua casa sentía una punzada en el pecho.
Finalmente llamé a Javier para quedar otra vez.
—Acepto —le dije sin rodeos—. Pero quiero dejar algo claro: lo hago por Brian, no por ti.
Él asintió y me tendió el documento para firmar. Sentí como si estuviera vendiendo una parte de mi alma al poner mi nombre sobre ese papel.
Los meses pasaron y nos mudamos al piso. Brian volvió a sonreír poco a poco; recuperó sus juguetes, sus libros y hasta sus amigos del barrio. Yo intenté reconstruir mi vida entre las paredes llenas de recuerdos amargos y dulces a la vez.
Pero cada vez que alguien me preguntaba por el divorcio o por Javier, tenía que morderme la lengua y sonreír como si nada hubiera pasado. A veces Brian me mira con esos ojos inquisitivos y siento miedo del día en que quiera saber toda la verdad.
¿He hecho bien callando? ¿O algún día mi silencio será otra herida más para mi hijo? ¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a su hijo sin perderse a sí misma?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?