¿Fui una mala madre al pedirles que se marcharan?

—Mamá, ¿de verdad quieres que nos vayamos?—. La voz de Luis temblaba, y en sus ojos vi una mezcla de incredulidad y dolor. Marta, sentada a su lado en el sofá del salón, apretaba los labios y evitaba mirarme. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si el cielo quisiera subrayar la gravedad de ese momento.

No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera vez que sentía que algo se rompía para siempre. Me apoyé en la mesa, intentando no dejarme vencer por el temblor de mis propias manos. —No es lo que quiero, hijo. Es lo que necesito—, respondí con voz apenas audible.

Todo empezó hace ocho meses, cuando Luis y Marta perdieron el piso de alquiler en Vallecas. Los desahucios estaban a la orden del día y ellos no pudieron hacer frente a la subida del alquiler. Yo, como madre, no dudé en abrirles las puertas de mi piso en Carabanchel. Pensé que sería temporal, unas semanas hasta que encontraran algo. Pero las semanas se convirtieron en meses y la convivencia se fue volviendo insoportable.

Al principio, intenté adaptarme. Marta traía sus costumbres: cenas tardías, música alta los sábados, y esa manía de dejar los platos en el fregadero hasta el día siguiente. Luis, mi niño —aunque ya tiene treinta y dos años—, parecía otro: irritable, encerrado en sí mismo, apenas me dirigía la palabra. Yo me sentía una extraña en mi propia casa.

Las discusiones eran constantes. Por la lavadora, por el baño, por la compra. Una noche, después de una pelea absurda por el uso del horno —Marta quería hacer una lasaña a las once de la noche—, me encerré en mi habitación y lloré como hacía años no lo hacía. Me sentía invisible, desplazada.

Mi salud empezó a resentirse. Volvieron los dolores de cabeza y el insomnio. Mi médico de cabecera me advirtió: —Mercedes, tienes que cuidarte. El estrés no te conviene—. Pero ¿cómo hacerlo si mi propia casa era un campo de batalla?

Un día, mientras recogía los restos de una cena que ni siquiera había compartido con ellos, escuché a Marta decirle a Luis en la cocina:

—Tu madre nos está haciendo la vida imposible. No sé cuánto más voy a aguantar aquí.

Me dolió. Mucho. Porque yo también sentía que no podía más.

La gota que colmó el vaso llegó un domingo por la tarde. Había preparado cocido para todos —como siempre hacía los domingos— y ellos ni siquiera aparecieron a comer. Cuando llegaron por la noche, riendo y oliendo a cerveza, algo dentro de mí se rompió definitivamente.

—Luis, tenemos que hablar— le dije esa misma noche.

Él me miró sorprendido. Marta se quedó en la puerta del salón, brazos cruzados.

—No puedo seguir así. Esta casa es pequeña y todos estamos sufriendo. Necesito recuperar mi espacio y mi tranquilidad—.

Luis bajó la cabeza. Marta murmuró algo sobre buscar una habitación compartida en Lavapiés. El silencio fue insoportable.

Esa noche apenas dormí. Me sentía una traidora, una mala madre. Recordaba cuando Luis era pequeño y venía corriendo a mi cama después de una pesadilla. ¿En qué momento nos habíamos distanciado tanto?

Al día siguiente hicieron las maletas en silencio. No hubo abrazos ni despedidas emotivas. Solo miradas llenas de reproche y tristeza.

Ahora la casa está en silencio. Echo de menos el ruido, las risas (aunque fueran pocas), incluso las discusiones. Pero también respiro mejor. He vuelto a dormir del tirón y mis dolores de cabeza han desaparecido casi por completo.

Sin embargo, la culpa me acompaña cada mañana al despertar. ¿Hice bien? ¿Fui egoísta por pensar en mí antes que en ellos? Mis amigas dicen que hice lo correcto, que una madre también tiene derecho a vivir en paz. Pero yo no dejo de preguntarme si he perdido a mi hijo para siempre.

A veces me sorprendo mirando su foto de comunión en el mueble del salón y susurrando: —Perdóname, Luis—.

¿Dónde está el límite entre ayudar a los hijos y perderse una misma? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?