Cuando la familia se convierte en una jaula: Mi vida con Tomás y su hija
—¿Otra vez has dejado los platos en el fregadero, Lucía? —grité desde la diminuta cocina, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
Lucía ni siquiera levantó la vista de su portátil. Estaba sentada en el sofá-cama que compartíamos desde que llegó hace seis meses, con los auriculares puestos y la mirada perdida en la pantalla. Tomás, mi marido, estaba en el baño, probablemente fingiendo que no escuchaba nada. El eco de mi voz rebotó en las paredes del estudio, ese piso de apenas treinta metros cuadrados que, al principio, me pareció acogedor y ahora sentía como una jaula.
Me llamo Marta y hace dos años creí que había encontrado el amor verdadero. Tomás era diferente a los hombres que había conocido antes: atento, cariñoso, y sobre todo, sincero. Me contó desde el principio que era divorciado y tenía una hija adolescente. «Pero vive con su madre en Salamanca», me aseguró. «No te preocupes, apenas viene a Madrid». Yo, ingenua, pensé que eso no sería un problema.
La primera vez que conocí a Lucía fue en una cafetería cerca de Sol. Tenía diecisiete años y una mirada desafiante. No me saludó; simplemente se sentó y pidió un café con leche. Tomás intentó romper el hielo:
—Lucía, Marta es mi pareja. ¿Te acuerdas que te hablé de ella?
Ella asintió sin mirarme.
—¿Y tú qué haces? —me preguntó de repente.
—Trabajo en una editorial —respondí, intentando sonreír.
—Ah —dijo, y volvió a mirar su móvil.
No fue el mejor comienzo, pero pensé que con el tiempo mejoraríamos. Me equivoqué.
Todo cambió el día que Tomás llegó a casa con esa noticia:
—Marta, Lucía ha aprobado la Selectividad y ha entrado en la Complutense. Va a vivir con nosotros hasta que encuentre piso de estudiantes.
Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Nuestro estudio era pequeño incluso para dos personas; para tres era un infierno. Pero Tomás estaba tan orgulloso de su hija que no quise ser yo quien le bajara de la nube.
Los primeros días fueron incómodos pero soportables. Lucía traía amigos a casa sin avisar, ocupaba el baño durante horas y dejaba sus cosas por todas partes. Yo intentaba mantener la calma, pero cada día era más difícil.
Una noche, después de una discusión especialmente tensa por la ropa sucia acumulada en el salón, exploté:
—¡Esto no puede seguir así! ¡No hay espacio para tres personas aquí! ¡Necesitamos normas!
Tomás me miró con cansancio:
—Marta, es mi hija. Está pasando por mucho. ¿No puedes ser un poco más comprensiva?
—¿Y yo? ¿Quién piensa en mí? —respondí con lágrimas en los ojos.
Esa noche dormí en el sofá mientras Lucía ocupaba nuestra cama. Me sentí una extraña en mi propia casa.
Las semanas pasaron y la situación empeoró. Lucía empezó a traer a su novio, Sergio, un chico con pinta de no haber dormido nunca más de cuatro horas seguidas. Una tarde llegué del trabajo y los encontré besándose en mi cocina. Me temblaron las manos de rabia.
—¡Esto es mi casa! —grité—. ¡No puedes hacer lo que te dé la gana!
Lucía me miró desafiante:
—No es solo tu casa. Mi padre también vive aquí.
Tomás llegó justo entonces y me miró como si yo fuera la culpable del desastre.
—Marta, tienes que relajarte —me dijo—. Es normal que los jóvenes tengan amigos.
Sentí que me ahogaba. Empecé a buscar pisos para mí sola esa misma noche.
La gota que colmó el vaso llegó un sábado por la mañana. Me levanté temprano para preparar café y encontrar algo de paz antes de que todos despertaran. Al abrir la nevera, descubrí que alguien había bebido mi leche de avena y dejado el cartón vacío. Era una tontería, pero rompí a llorar.
Tomás entró en la cocina y me encontró sollozando junto al fregadero.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó con voz cansada.
—No puedo más —susurré—. Esta no es la vida que quiero.
Él no dijo nada. Se limitó a encogerse de hombros y salir del cuarto.
Esa tarde le dije que quería separarme. No hubo gritos ni reproches; solo un silencio largo y pesado. Lucía ni siquiera se despidió cuando hice las maletas.
Ahora vivo sola en un piso compartido cerca de Lavapiés. Echo de menos algunas cosas de mi antigua vida: las cenas tranquilas con Tomás, las tardes de domingo viendo películas viejas… Pero no echo de menos sentirme invisible en mi propia casa.
A veces me pregunto si fui egoísta por no saber adaptarme o si simplemente nadie pensó en mí durante todo ese tiempo. ¿Es posible amar a alguien y no soportar a su familia? ¿O es que hay amores destinados a fracasar desde el principio?