El grito que nunca escucharon: La historia de Lucía y el parto en casa

—¡Lucía, por favor, no lo hagas sola!— gritó mi madre desde la sala, mientras yo apretaba los dientes y sostenía mi vientre, sintiendo la contracción recorrerme como un rayo. La lluvia golpeaba el techo de lámina y el viento hacía vibrar las ventanas de nuestra pequeña casa en las afueras de Medellín. Pero yo ya había tomado mi decisión.

—Mamá, ya te dije que puedo hacerlo. No quiero ir al hospital. No quiero dejar solo a Julián— respondí, casi suplicando que entendiera. Julián, mi esposo, estaba sentado en su silla de ruedas, con la mirada perdida en el suelo. Desde el accidente en la fábrica, no podía valerse por sí mismo. Yo era sus manos, sus pies y, ahora, la madre de nuestro hijo.

Había leído todo lo posible sobre partos en casa. Había comprado toallas limpias, hervido agua y preparado una pequeña cuna junto a la cama. Mi hermana Camila me ayudaba a organizarlo todo, aunque no dejaba de mirarme con preocupación.

—Lucía, ¿y si algo sale mal?— preguntó en voz baja, mientras doblaba una sábana.

—No va a salir mal. Las mujeres han parido en casa toda la vida. Además, no puedo dejar a Julián solo ni un minuto. Tú sabes cómo se pone si no estoy— respondí, tratando de sonar segura.

Pero en el fondo, el miedo me carcomía. No era solo el miedo al dolor o a la sangre; era el miedo a fallarles a todos: a mi hijo por nacer, a Julián que dependía de mí para todo, y a mi madre que había dejado su vida en el campo para ayudarme.

La noche avanzaba y las contracciones se hacían más intensas. Afuera, los truenos retumbaban como presagio. Sentí que el tiempo se detenía cuando rompí fuente. Camila corrió a buscar las toallas y mi madre se arrodilló junto a mí.

—Respira, hija. Respira profundo— me decía, pero yo apenas podía escucharla entre el dolor y el rugido del viento.

Julián trató de acercarse, pero su silla se atascó en la alfombra. Lo vi luchar por moverse y sentí una punzada de culpa. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué todo recaía sobre mí?

El parto avanzaba lento y doloroso. Pasaron horas y el bebé no salía. Empecé a sudar frío y a temblar. Camila me miró con lágrimas en los ojos.

—Lucía, esto no está bien. Hay mucha sangre…— susurró.

Mi madre intentó llamar a una ambulancia, pero la tormenta había tumbado las líneas telefónicas y no había señal en los celulares. El miedo se convirtió en terror. Sentí que me desvanecía.

—¡No te duermas, Lucía! ¡Mírame!— gritó Camila, dándome palmadas en la cara.

Julián lloraba desde su rincón, impotente. Yo solo pensaba en mi hijo: ¿estaría bien? ¿Sobreviviríamos los dos?

De repente, sentí un dolor desgarrador y empujé con todas mis fuerzas. Escuché un llanto débil y vi a Camila levantar a mi bebé envuelto en una toalla ensangrentada.

—Es una niña… pero no respira bien— dijo entre sollozos.

Mi madre intentó reanimarla mientras yo sentía que la vida se me escapaba entre las piernas. Todo era confusión: gritos, llanto, oraciones desesperadas.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que llegó la ambulancia. Los paramédicos entraron corriendo y se llevaron a mi hija y a mí al hospital más cercano. Julián quedó atrás, solo con mi madre y Camila.

En el hospital me dijeron que había perdido mucha sangre y que mi hija estaba grave por falta de oxígeno. Me sentí culpable, rota, inútil. Todo por querer hacerlo sola, por no aceptar ayuda, por pensar que podía con todo.

Pasé días en el hospital entre la vida y la muerte. Julián apenas pudo visitarme una vez; dependía de otros para moverse y odiaba sentirse una carga. Mi madre lloraba cada vez que venía y Camila apenas me hablaba.

Mi hija sobrevivió, pero con secuelas neurológicas por la falta de oxígeno durante el parto. Los médicos dijeron que si hubiera llegado antes al hospital todo habría sido diferente.

Regresé a casa con una mezcla de alivio y tristeza. Julián estaba más callado que nunca; apenas me miraba a los ojos. Una noche lo escuché llorar solo en su cuarto.

—Perdóname, Lucía… Yo debería haber hecho más…— murmuró entre sollozos.

Me acerqué y lo abracé como pude.

—No es tu culpa… Es mía por querer ser tan fuerte… por no pedir ayuda…

Desde entonces nada volvió a ser igual. Mi independencia se convirtió en mi mayor castigo. Cada vez que veo a mi hija luchar por moverse o hablar, siento un nudo en la garganta.

A veces me pregunto si las mujeres latinas estamos condenadas a cargarlo todo solas: la casa, los hijos, los esposos enfermos… ¿Por qué nos enseñan que pedir ayuda es debilidad? ¿Cuántas Lucías más hay allá afuera creyendo que pueden con todo hasta que es demasiado tarde?

¿Vale la pena tanta independencia si al final el precio es tan alto? ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?