La deuda invisible: Cuando el corazón ya no alcanza

—¿Otra vez sopa de fideos, tía Ana? —me pregunta Camila, con esa sonrisa que mezcla hambre y confianza, mientras se sienta en la mesa de mi cocina.

No es mi sobrina. Ni siquiera es familia. Es la hija de Mariana, mi vecina del 302, una mujer que llegó hace dos años al edificio con una maleta rota y la esperanza de empezar de nuevo tras dejar a un marido violento en Veracruz. Al principio, fue natural ayudar: le presté azúcar, luego arroz, después un poco de leche para Camila. Pero lo que empezó como un gesto solidario se transformó en rutina. Ahora, cada tarde, Camila toca mi puerta con su cuaderno bajo el brazo y el estómago vacío.

Hoy, mientras revuelvo la olla y escucho el eco de los pasos de Mariana en el pasillo, siento cómo la ansiedad me aprieta el pecho. Mi salario como secretaria apenas alcanza para cubrir mis propios gastos y los de mi madre enferma. Pero ¿cómo decirle que ya no puedo más? ¿Cómo negarle un plato de comida a una niña?

—Gracias, tía Ana —dice Camila, sorbiendo la sopa—. Mi mamá dice que eres un ángel.

Me trago las lágrimas y sonrío. No quiero que note mi cansancio ni mi frustración. La escucho hablar de su día en la primaria Benito Juárez, de cómo la maestra le pidió una cartulina para mañana y cómo Mariana le prometió que hoy sí cenarían juntas. Pero sé que Mariana trabaja doble turno limpiando casas en Polanco y llega tan cansada que a veces ni cena.

Esa noche, mientras lavo los platos, escucho voces en el pasillo. Mariana discute por teléfono:

—¡No puedo más! ¡No me alcanza! Ana siempre ayuda, pero no es su obligación…

Me detengo. Siento culpa y alivio al mismo tiempo. Al menos ella lo sabe. Pero al día siguiente, Camila vuelve a tocar mi puerta a las seis en punto.

—¿Tienes pan? —pregunta tímida.

Le doy un bolillo y me siento derrotada. ¿Por qué no puedo decir que no? ¿Por qué siento que si lo hago soy mala persona?

Esa tarde, decido hablar con Mariana. La espero en el pasillo cuando regresa del trabajo, con el uniforme manchado y los ojos rojos de cansancio.

—Mariana, ¿puedo hablar contigo?

Ella asiente y se apoya contra la pared.

—Mira… yo quiero mucho a Camila, pero últimamente me está costando trabajo ayudar como antes. Mi mamá está peor y…

Mariana baja la mirada. Se muerde los labios.

—Lo sé, Ana. No sabes cuánto te agradezco todo lo que has hecho. Pero no tengo a nadie más aquí. Si no fuera por ti…

Se le quiebra la voz. Yo también estoy al borde del llanto.

—No quiero que Camila pase hambre —digo— pero tampoco puedo cargar sola con esto.

Nos quedamos en silencio. El bullicio del tráfico sube desde la avenida Insurgentes. Un perro ladra en el patio.

—¿Y si buscamos ayuda juntas? —propone Mariana—. Hay una iglesia cerca que da despensas… Tal vez podamos turnarnos para cocinar o compartir gastos.

Siento un peso menos sobre los hombros. No es una solución mágica, pero es un comienzo.

Esa noche, Camila cena en su casa. Yo ceno sola por primera vez en meses y siento una mezcla extraña de alivio y tristeza. Me doy cuenta de que ayudar no significa sacrificarme hasta quedarme vacía; también tengo derecho a poner límites.

Al día siguiente, Mariana y yo vamos juntas a la iglesia del barrio. Nos dan una caja con arroz, frijol y leche en polvo. Caminamos de regreso bajo el sol del mediodía, hablando de nuestras madres, de los sueños rotos y de lo difícil que es criar hijos solas en esta ciudad inmensa.

Con el tiempo, nuestra relación cambia. Ya no soy solo la vecina que da comida; ahora compartimos historias, preocupaciones y hasta risas. Camila sigue viniendo a mi casa, pero ahora trae pan dulce o fruta para compartir. Mariana y yo cocinamos juntas los domingos cuando ambas podemos.

A veces me pregunto si hice bien en poner límites o si debí aguantar un poco más. Pero también sé que nadie puede dar lo que no tiene. ¿Cuántas veces nos exigimos ser fuertes por otros hasta olvidarnos de nosotras mismas?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llega la solidaridad antes de convertirse en sacrificio?