El Novio Perfecto de mi Hermana: Mentiras Bajo el Mismo Techo

—¿Por qué siempre tienes que arruinarlo todo, Camila? —me gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras la puerta de su cuarto temblaba tras el portazo. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en el sur de Quito, como si quisiera ahogar los gritos que se escapaban de nuestra familia.

Hace un año, Lucía llegó con Julián a la casa. Lo presentó como si fuera un trofeo: “Miren, él es Julián, ingeniero, toca la guitarra y hasta cocina mejor que mamá”. Papá le dio la mano con desconfianza, mamá sonrió nerviosa y yo… yo solo observé. Desde ese día, la casa se llenó de historias sobre Julián: que si le consiguió trabajo a un amigo, que si ayudó a una vecina con su carro, que si nunca se enoja. Todo era perfecto. Demasiado perfecto.

Pero la perfección cansa. Y más cuando te das cuenta de que tu hermana ya no te cuenta nada, que las cenas familiares se vuelven monólogos sobre lo maravilloso que es Julián. Hasta mi abuela, que vive con nosotros desde que enviudó, empezó a decir: “Ese muchacho parece santo, pero ni los santos son tan buenos”.

Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Lucía hablando por teléfono en voz baja. Me acerqué sin querer y escuché: “No le digas nada a Camila… ella no entiende”. Sentí un nudo en el estómago. ¿Qué era lo que no debía entender? ¿Por qué mi hermana me excluía?

Los meses pasaron y Julián empezó a quedarse más seguido en casa. Traía flores para mamá, chocolates para abuela y hasta ayudaba a papá con las cuentas. Pero algo no encajaba. Una tarde, mientras buscaba mi cuaderno en la sala, vi a Julián hablando con alguien en la puerta. Era una mujer joven, de cabello rizado y mirada triste. No alcancé a escuchar mucho, solo un susurro: “No puedo seguir así…”. Cuando Julián me vio, se puso pálido y cerró la puerta de golpe.

Esa noche no pude dormir. Recordé cómo Lucía había cambiado: ya no salía conmigo al parque, ya no me pedía consejos sobre ropa ni me contaba sus sueños. Todo era Julián. Decidí hablar con ella.

—Lucía, ¿estás bien? —le pregunté mientras doblábamos ropa.
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—No sé… te siento distante. Y vi a Julián hablando con una mujer hoy.

Lucía me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—¿Ahora lo vas a acusar de algo? ¡Siempre buscas lo malo en los demás! —me gritó y salió corriendo.

La tensión creció en casa. Mamá intentaba mediar, papá se encerraba en su taller y abuela rezaba más fuerte cada noche. Yo empecé a observar más a Julián: sus llamadas secretas, sus salidas repentinas, su sonrisa forzada cuando Lucía no miraba.

Un domingo, mientras todos dormían la siesta, escuché el timbre. Era la misma mujer de antes. Me miró con ojos suplicantes.
—¿Está Julián?
—No —le respondí—. Pero creo que deberíamos hablar.

Nos sentamos en la sala. Ella se llamaba Mariana y tenía una hija pequeña… hija de Julián. Me mostró fotos, mensajes, audios. Todo encajaba: Julián llevaba una doble vida. Mariana lloraba en silencio mientras yo sentía cómo el piso se abría bajo mis pies.

—No quiero problemas —me dijo—. Solo quiero que él cumpla con su hija.

Cuando Lucía llegó esa noche, la esperé sentada en su cama.
—Tenemos que hablar —le dije—. Es sobre Julián.

Le conté todo. Al principio no me creyó; gritó, lloró, me insultó. Pero cuando le mostré las pruebas que Mariana me había dejado, su mundo se derrumbó. Se encerró tres días en su cuarto. Mamá lloraba en la cocina; papá quería ir a buscar a Julián; abuela solo repetía: “Dios nos libre de las apariencias”.

Julián vino a buscar a Lucía el cuarto día. Yo lo enfrenté en la puerta.
—Ya sabemos todo —le dije—. No vuelvas.

Él intentó justificarse, pero papá salió detrás de mí y le cerró la puerta en la cara.

Lucía tardó semanas en salir del cuarto. Cuando lo hizo, estaba pálida y delgada. Se sentó conmigo en el patio y me tomó la mano.
—Perdón por no haberte creído —susurró—. Perdón por alejarme.

La familia nunca volvió a ser igual después de eso. Pero aprendimos algo: nadie es perfecto y las apariencias engañan más de lo que imaginamos.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven engañadas por miedo a enfrentar la verdad? ¿Cuántas hermanas se pierden por callar lo que duele? ¿Y tú… te atreverías a abrir los ojos aunque duela?