Entre la culpa y la libertad: Mi huida de casa

—¿De verdad vas a dejarla sola? —La voz de Lucía retumbó en la cocina, mezclándose con el repiqueteo de la lluvia contra los cristales. Yo tenía la mochila preparada desde hacía días, escondida bajo mi cama, y el corazón me latía tan fuerte que temía que mi madre lo oyera desde el gallinero.

No respondí. Me limité a mirar el suelo, incapaz de sostener la mirada de mi hermana. Ella siempre fue la fuerte, la que se quedó cuando papá nos abandonó y mamá se vino abajo. Yo era la pequeña, la que lloraba por las noches y soñaba con escapar de aquel pueblo perdido en la sierra de Segovia.

—¿Y mamá? —insistió Lucía, cruzando los brazos—. ¿Quién va a ayudarla con la vaca? ¿Con los cerdos? ¿O piensas que los huevos se recogen solos?

Sentí un nudo en la garganta. Mamá estaba fuera, luchando contra el viento para cerrar el cobertizo. Tenía las manos agrietadas y la espalda encorvada por años de trabajo. Pero yo… yo no podía más. Cada día era igual: ordeñar, limpiar, cocinar, escuchar los mismos cotilleos en el ultramarinos y ver cómo los sueños se marchitaban como las flores del jardín en invierno.

—No puedo quedarme aquí toda la vida —susurré—. No soy como tú, Lucía.

Ella bufó, dolida. —Claro, tú siempre has sido la que quiere volar. Pero aquí también hay vida, ¿sabes? Mamá te necesita.

No contesté. Cuando mamá entró empapada y exhausta, fingí que todo estaba bien. Cenamos en silencio: sopa de ajo y pan duro. Nadie mencionó mi mochila ni mis planes. Pero esa noche, mientras Lucía dormía, me acerqué a la cama de mamá. La besé en la frente y le susurré un adiós que apenas pudo oír entre sueños.

Salí al amanecer, con el cielo aún gris y el barro pegándose a mis botas. Caminé hasta la estación de autobuses con el estómago encogido y las lágrimas resbalando por las mejillas. No miré atrás.

Madrid me recibió con ruido, luces y una soledad distinta. Conseguí trabajo limpiando en un hostal del centro; compartía piso con otras tres chicas: Carmen, que venía de Albacete; Pilar, de León; y Ana, que apenas hablaba porque echaba demasiado de menos a su hijo pequeño. Nos unía el desarraigo y el cansancio.

Al principio llamaba a casa cada semana. Mamá me preguntaba si comía bien, si tenía frío. Lucía apenas decía nada; cuando cogía el teléfono, su silencio era más duro que cualquier reproche.

—¿Estás contenta? —me preguntó mamá una noche—. ¿No te arrepientes?

Me mordí el labio. —A veces sí… pero aquí siento que puedo ser alguien más que la hija pequeña.

Pasaron los meses. Enviaba algo de dinero cuando podía; no era mucho, pero ayudaba a comprar pienso o arreglar el tejado del gallinero. Mamá nunca se quejó. Lucía sí: me mandaba mensajes cortos y fríos.

«Egoísta», escribió una vez. «Mamá está peor de la espalda y yo no doy abasto».

Me dolió más de lo que quise admitir. Pero también sentí rabia: ¿por qué tenía que cargar yo con una vida que no elegí? ¿Por qué siempre era Lucía la mártir y yo la mala?

Un día recibí una llamada inesperada. Era Carmen, mi compañera de piso, llorando porque su padre había muerto y no podía volver a casa por falta de dinero. La abracé y pensé en mamá: ¿y si le pasaba algo? ¿Y si nunca podía perdonarme?

Volví al pueblo por Navidad. El tren cruzó campos helados y pueblos dormidos bajo la escarcha. Al bajar del autobús, sentí el olor a leña y estiércol; todo seguía igual, pero yo ya no era la misma.

Mamá me abrazó fuerte, como si temiera que me desvaneciera entre sus brazos. Lucía apenas me miró durante la cena; solo hablaba para contar lo mucho que había hecho sola: vendió dos cerdos, arregló la valla del corral…

—¿Vas a quedarte esta vez? —preguntó mamá con voz temblorosa.

Miré a Lucía; sus ojos estaban llenos de reproche y cansancio.

—No lo sé —admití—. Aquí os echo de menos… pero allí siento que puedo respirar.

Esa noche discutimos. Lucía me gritó que era una traidora, una desagradecida. Yo le grité que tenía derecho a buscar mi camino. Mamá lloró en silencio.

Al día siguiente ayudé con las tareas: ordeñé la vaca, recogí huevos, limpié el corral… Mis manos ya no estaban acostumbradas al trabajo duro; me salieron ampollas enseguida.

Antes de irme, mamá me dio un paquete envuelto en papel de periódico: una bufanda tejida por ella y una foto nuestra cuando éramos niñas.

—No importa dónde estés —susurró—. Siempre serás mi hija.

Volví a Madrid con el corazón dividido. A veces sueño con el campo y con mamá llamándome desde la puerta del corral; otras veces me despierto agradecida por tener mi propio espacio, aunque sea pequeño y ruidoso.

Lucía sigue sin perdonarme del todo. Me escribe de vez en cuando para contarme cómo va todo; sus mensajes son menos duros ahora, pero sé que aún duele.

¿Fui egoísta por irme? ¿O simplemente valiente por atreverme a buscar algo distinto? ¿Cuántos hijos e hijas se sienten atrapados entre la culpa y el deseo de libertad?

¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?