¿Dónde quedaron mis hijas?

—Papá, ¿puedes dejarme en casa de Marta? —me preguntó Emma sin mirarme a los ojos, mientras recogía su mochila del asiento trasero.

Era viernes por la tarde y el tráfico en la M-30 rugía como mi propio pecho. Lucía, mi hija pequeña, ni siquiera se había quitado los auriculares desde que la recogí del colegio. El silencio entre nosotras era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

—Claro, cariño —respondí, intentando sonar natural, aunque por dentro me sentía como un intruso en mi propia vida.

Cuando Nora y yo nos casamos, nunca imaginé que acabaríamos así: dos desconocidos compartiendo techo por inercia, hasta que la rutina y el cansancio nos empujaron a firmar unos papeles que parecían una liberación. Pero nadie me advirtió que el precio sería perder a mis hijas poco a poco.

Recuerdo la última discusión con Nora antes de irme de casa. Fue en la cocina, mientras ella preparaba la cena y yo intentaba hablarle de mi día en la oficina.

—¿Puedes dejar de hablar de trabajo? Las niñas tienen que cenar y mañana tienen examen —me cortó, sin mirarme.

—¿Y yo? ¿Cuándo hablamos tú y yo? —le pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.

—No tengo tiempo para tus dramas, Luis. Ahora mismo lo único importante son ellas —sentenció, dándome la espalda.

Esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente, busqué piso y una semana después ya no vivía allí. El vacío fue inmediato. El eco de las risas de Emma y Lucía quedó atrapado entre las paredes de aquel piso de alquiler en Vallecas, donde los fines de semana se convirtieron en una mezcla de esperanza y decepción.

Al principio, las niñas venían con ilusión. Hacíamos tortitas los sábados, veíamos películas y jugábamos a las cartas. Pero poco a poco, algo cambió. Emma empezó a cancelar planes conmigo para irse con sus amigas. Lucía prefería quedarse en casa de su madre porque «allí tiene todas sus cosas». Yo intentaba no mostrar mi tristeza, pero cada vez que cerraban la puerta tras ellas sentía que me arrancaban un trozo de alma.

Un día llamé a Nora desesperado:

—Nora, ¿podemos hablar? Las niñas apenas quieren venir conmigo. ¿Les has dicho algo?

—No les he dicho nada, Luis. Son mayores, tienen su vida. No puedes obligarlas —me respondió fría, como si yo fuera un extraño.

—Pero son mis hijas…

—Y también mías. No las agobies —colgó antes de que pudiera decir nada más.

Esa noche no dormí. Me pregunté si había sido un mal padre, si mi ausencia durante los años más duros del trabajo había dejado una huella imborrable. Recordé cuando Emma era pequeña y me pedía que le leyera cuentos antes de dormir. O cuando Lucía lloraba porque tenía miedo a la oscuridad y yo me quedaba a su lado hasta que se dormía. ¿En qué momento dejé de ser imprescindible para ellas?

Intenté acercarme. Les escribía mensajes, les proponía planes: ir al Retiro a montar en barca, visitar el Museo del Prado o simplemente tomar un helado en la plaza del barrio. A veces respondían con monosílabos; otras ni siquiera contestaban.

Un domingo por la tarde, después de pasar todo el día solo, decidí ir a buscar a Lucía al colegio sin avisar. La vi salir con su grupo de amigas y me acerqué con una sonrisa forzada.

—¡Lucía! ¿Te apetece merendar conmigo?

Ella me miró incómoda y murmuró:

—No puedo, papá. Tengo deberes…

Vi cómo se alejaba sin mirar atrás. Sentí una punzada en el pecho tan fuerte que tuve que apoyarme en una farola para no caerme.

Esa noche llamé a mi madre. Siempre ha sido mi refugio cuando todo va mal.

—Luisito, los hijos crecen y se alejan… pero tú tienes que estar ahí cuando te necesiten —me dijo con voz suave.

—¿Y si nunca vuelven? ¿Y si ya no me necesitan?

—Eso nunca pasa del todo. Pero tienes que darles tiempo —me aconsejó.

Pasaron los meses y la distancia se hizo rutina. Las fiestas familiares eran incómodas: Emma apenas hablaba conmigo y Lucía se refugiaba en el móvil. Nora parecía disfrutar viéndome incómodo, como si mi sufrimiento fuera su venganza silenciosa.

Una tarde de otoño, recibí un mensaje inesperado de Emma:

«Papá, ¿puedes ayudarme con un trabajo de historia?»

Sentí una chispa de esperanza. Quedamos en una cafetería cerca de su instituto. Hablamos del trabajo, pero también de música, de sus amigas, incluso me contó que le gustaba un chico de su clase. Por un momento sentí que recuperaba a mi hija mayor.

Pero al despedirse me abrazó rápido y volvió a mirar el móvil. Me di cuenta de que ese pequeño acercamiento era solo eso: un instante fugaz en medio de una distancia abismal.

Ahora paso las tardes solo en casa, mirando fotos antiguas: Emma disfrazada de princesa en Carnaval; Lucía aprendiendo a montar en bici; las tres riendo juntos en la playa de Cádiz aquel verano antes del divorcio.

A veces me pregunto si hice bien en marcharme o si debí aguantar por ellas. ¿Es posible reconstruir el vínculo con tus hijos cuando todo parece perdido? ¿O el divorcio es una herida que nunca termina de cicatrizar?

¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede recuperar el amor de unos hijos cuando la vida te ha separado de ellos?