Entre la culpa y el amor: La decisión imposible

—¿Me quieres encerrar en un asilo? —La voz de Tomás retumbó en la cocina, quebrada, como si cada palabra le costara años de vida.

Me quedé helada, con las llaves aún en la mano y Lucía, mi hija de ocho años, aferrada a mi abrigo. El olor a humedad y a sopa recalentada llenaba la casa de Tomás, mi padrastro, en aquel pueblo de Soria donde el invierno parece no acabar nunca. Sentí que el tiempo se detenía, que el reloj de pared —ese que siempre marcaba las siete aunque fueran las diez— se burlaba de nosotros.

—No es un asilo, Tomás. Es una residencia. Allí estarías cuidado, acompañado…

—¡No digas tonterías! —me interrumpió, golpeando la mesa con una mano temblorosa—. Aquí está mi vida. Aquí viví con tu madre. Aquí creciste tú. ¿Y ahora quieres que me vaya?

Lucía me miró con esos ojos grandes que heredó de mí, buscando respuestas que yo tampoco tenía. Sentí una punzada de culpa tan intensa que tuve que sentarme. ¿Cómo explicarle a Tomás que no podía más? Que entre mi trabajo en la farmacia del pueblo, los deberes de Lucía y las visitas diarias para asegurarme de que él comía y no se caía por las escaleras, me estaba desmoronando.

Recordé cuando mi madre murió hace cinco años. Tomás se quedó solo en esa casa grande y fría. Yo prometí cuidarle, pero nunca imaginé lo difícil que sería. Los vecinos —todos mayores— apenas salían ya. El médico venía una vez al mes, si acaso. Y cada vez que Lucía tenía fiebre o necesitaba ayuda con los deberes, sentía que le fallaba a uno u otro.

—Tomás, no puedo estar en dos sitios a la vez —susurré, casi sin voz—. Lucía necesita a su madre. Y tú necesitas más ayuda de la que yo puedo darte.

Él bajó la cabeza. Vi cómo se le humedecían los ojos. No lloraba desde el funeral de mamá.

—¿Sabes lo que es despertarse solo cada día? —dijo al fin—. Escuchar tus propios pasos y nada más. Esperar a que alguien llame o entre por esa puerta… Y ahora quieres quitarme lo poco que me queda.

Me mordí los labios para no llorar. Lucía se acercó a él y le abrazó por la cintura.

—Abuelo, yo te quiero mucho —le dijo—. Pero mamá está cansada.

Tomás le acarició el pelo con ternura.

—Lo sé, pequeña. Pero yo… yo no quiero irme de aquí.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en mi infancia: Tomás enseñándome a montar en bici, llevándome al colegio cuando mamá trabajaba doble turno en la panadería. Él nunca fue mi padre biológico —a ese hombre ni lo conocí— pero fue el único padre que tuve.

A la mañana siguiente llamé a mi hermana Marta, que vive en Zaragoza y apenas viene por aquí.

—No puedo más —le confesé entre sollozos—. Me siento atrapada. Si dejo a Tomás solo, cualquier día puede pasarle algo grave. Si sigo así, Lucía crecerá sin madre presente.

Marta suspiró al otro lado del teléfono.

—¿Y qué quieres que haga? Yo tengo mi trabajo, mis hijos…

Sentí rabia e impotencia. Siempre era yo la que cargaba con todo.

Los días siguientes fueron un infierno. Tomás empezó a dejar de comer. Se encerraba en su habitación y apenas hablaba conmigo o con Lucía. El médico del centro de salud me advirtió:

—Si sigue así, tendrás que tomar una decisión por su bien…

Pero ¿cómo se toma una decisión así? ¿Cómo le dices a quien te crió que ya no puedes cuidarle? ¿Cómo eliges entre tu hija y tu padre?

Una tarde, mientras recogía los platos sucios de la cocina de Tomás, encontré una caja llena de fotos antiguas: mi madre joven, Tomás sonriendo en las fiestas del pueblo, yo con trenzas y rodillas peladas. Lloré como una niña.

Esa noche volví a intentarlo.

—Tomás, ¿y si probamos solo unas semanas? Hay actividades, gente con quien hablar… Puedes volver si no te gusta.

Él me miró largo rato.

—¿Y si me olvidas allí? ¿Y si nadie viene a verme?

Me arrodillé a su lado.

—Nunca te voy a olvidar. Eres mi familia. Pero necesito ayuda…

El silencio se hizo eterno. Afuera nevaba otra vez; el pueblo parecía aún más aislado del mundo.

Al final aceptó probarlo «por Lucía», dijo él. El día que fuimos a la residencia, Tomás llevaba su mejor chaqueta y un sombrero viejo de fieltro. No lloró delante de nadie, pero al despedirnos me susurró:

—Prométeme que vendrás cada semana.

Se lo prometí.

Ahora escribo esto sentada en la cocina vacía de su casa, mirando las fotos en la pared y preguntándome si hice lo correcto o si algún día podré perdonarme por haberle roto el corazón para salvar el mío y el de mi hija.

¿De verdad existe una decisión correcta cuando se trata del amor y la familia? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?