Mi hijo volvió a casa tras su divorcio: entre el desorden y la esperanza

—¡Sergio, por favor, recoge tus cosas del salón! No puedo ni pasar a tender la ropa—. Mi voz temblaba, mezcla de cansancio y rabia contenida. Él, sentado en el sofá con la mirada perdida en la pantalla del móvil, ni siquiera levantó la cabeza.

—Ahora voy, mamá. Dame un rato—. Su tono era plano, como si las palabras le costaran el doble de esfuerzo.

Hace tres meses que mi hijo volvió a casa. Tres meses desde que su matrimonio se rompió como un vaso de cristal contra el suelo de la cocina. Tres meses desde que mi pequeño piso en Vallecas, ese refugio que levanté sola tras la marcha de su padre, se llenó de cajas, ropa amontonada y silencios incómodos.

Sergio siempre fue un niño bueno. Cuando su padre nos dejó, él tenía apenas dos años y yo apenas fuerzas para seguir adelante. Pero lo hice. Trabajé limpiando casas, cuidando ancianos, haciendo lo que fuera para que no le faltara nada. Recuerdo las noches en las que me prometía a mí misma que algún día todo esto valdría la pena, que Sergio crecería y tendría una vida mejor que la mía.

Y durante un tiempo así fue. Se sacó la carrera de Derecho en la Complutense, encontró trabajo en un bufete pequeño pero decente y conoció a Lucía. Ella era todo lo que yo soñaba para él: lista, cariñosa, con una familia de esas que se reúnen los domingos a comer paella en el chalet de las afueras. Se casaron por lo civil en el Ayuntamiento de Madrid; yo lloré como una niña pequeña.

Pero la vida no es una película romántica. Pronto llegaron las discusiones, los reproches por el dinero —Sergio me ayudaba con el alquiler a escondidas de Lucía— y las diferencias irreconciliables. Un día, sin previo aviso, él apareció en mi puerta con dos maletas y los ojos hinchados de tanto llorar.

Desde entonces, mi piso es un campo de batalla. El salón está lleno de cajas sin abrir; la cocina parece una zona de guerra después de cada comida; y el baño… mejor ni hablar. Pero lo peor no es el desorden físico, sino el emocional. Sergio apenas habla. Sale poco, duerme mucho y se pasa horas mirando el móvil o la tele sin prestar atención a nada.

A veces intento animarle:

—¿Por qué no llamas a Pablo? Hace siglos que no le ves.

—No tengo ganas, mamá.

Otras veces pierdo la paciencia:

—¡No puedes seguir así! ¡Tienes treinta años! La vida sigue, Sergio.

Él me mira con esos ojos tristes que me parten el alma y susurra:

—No lo entiendes…

Y quizá tenga razón. Quizá no entiendo lo que es perderlo todo de golpe: el amor, la casa, los sueños. Pero sí sé lo que es levantarse cuando todo parece perdido. Yo lo hice cuando su padre nos dejó. ¿Por qué él no puede?

Una noche, mientras cenábamos tortilla fría y pan duro —ya ni siquiera cocina conmigo como antes—, me atreví a preguntarle:

—¿Todavía la quieres?

Él dejó el tenedor sobre el plato y suspiró:

—No lo sé… Echo de menos tener un sitio al que llamar hogar. Echo de menos sentirme útil.

Me dolió escuchar eso. ¿Acaso mi casa ya no era su hogar? ¿Yo ya no era suficiente?

Los días pasaban y la tensión crecía. Empecé a notar cómo mis amigas del barrio cuchicheaban cuando me veían en el mercado:

—¿Otra vez con el hijo en casa?—

—Pobre Carmen… después de todo lo que ha luchado.

Una tarde, mientras doblaba su ropa —sí, todavía lo hago— encontré una carta sin abrir del bufete donde trabajaba. Dudé unos segundos antes de llamarle:

—Sergio, tienes esto…

Él la miró como si quemara y la metió en un cajón sin abrirla.

—¿No vas a leerla?

—No quiero saber nada de abogados ni de pleitos ni de nada…

Me sentí impotente. ¿Cómo ayudarle si ni siquiera quería ayudarse a sí mismo?

Un domingo por la mañana, mientras tomábamos café en silencio, sonó el timbre. Era Marta, una vecina del tercero que siempre ha tenido buen ojo para los dramas ajenos.

—Carmen, ¿te importa si Sergio me ayuda con unas cajas? Es que mi hijo está fuera y yo sola no puedo…

Antes de que pudiera contestar, Sergio se levantó y dijo:

—Claro, Marta. Ahora bajo.

Le vi desaparecer escaleras abajo y sentí una punzada de esperanza. Quizá ayudar a otros le ayude a sí mismo.

Esa tarde volvió sonriente por primera vez en semanas.

—Marta me ha invitado a cenar con ella y su nieta Laura. Dice que le vendría bien hablar con alguien joven…

Le animé a ir. Cuando regresó traía otra luz en los ojos.

—Laura es muy maja… Está estudiando psicología en la Autónoma.

Poco a poco empezó a salir más: al parque con Laura y su perro; al cine con Pablo; incluso volvió al bufete para recoger sus cosas y hablar con su jefe sobre una posible reincorporación.

El piso sigue siendo un caos —las cajas aún están ahí y la cocina nunca está del todo limpia— pero algo ha cambiado. Sergio vuelve a reírse conmigo viendo “Aquí no hay quien viva”, vuelve a cocinarme tortilla como cuando era niño y hasta me ayuda a hacer la compra los sábados.

Sé que aún le queda mucho camino por recorrer. Que las heridas del corazón tardan en cerrarse y que quizá vuelva a tropezar más veces antes de encontrar su sitio.

Pero cada vez que le veo salir por la puerta con una sonrisa o recibir un mensaje de Laura, siento que todo este desorden ha merecido la pena.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces puede una madre reconstruir su hogar? ¿Cuántas veces puede un hijo volver a empezar? ¿Y vosotros? ¿Habéis tenido que volver a casa cuando todo se derrumba?