El último adiós de un padre ausente

—¿Por qué ahora, Raúl? ¿Por qué después de todo lo que nos has hecho? —mi voz temblaba, pero no podía evitarlo. El teléfono se me resbalaba entre los dedos sudorosos mientras escuchaba su respiración al otro lado de la línea.

—Necesito ver a Daniel, Lucía. Solo una vez. Déjame despedirme de mi hijo —su voz sonaba rota, como si por fin sintiera el peso de sus decisiones.

Me quedé en silencio, mirando el reloj de la cocina. Eran las siete y media de la tarde, y Daniel jugaba en el salón con sus coches, ajeno al huracán que se desataba en mi pecho. Raúl había sido mi marido durante doce años, el padre de mi hijo, mi compañero de vida… hasta que descubrí que llevaba años engañándome con otra mujer. No solo una vez, ni dos. Una doble vida tejida con mentiras y promesas vacías.

La noticia corrió como la pólvora por nuestro barrio en Alcorcón. Mi madre, Carmen, me abrazó fuerte cuando se lo conté, mientras mi padre, Antonio, murmuraba entre dientes que siempre había sospechado algo. Mis amigas del trabajo me miraban con esa mezcla de lástima y curiosidad morbosa que tanto detesto. Pero lo peor fue ver a Daniel preguntar cada noche por qué papá ya no venía a leerle el cuento.

—Mamá, ¿papá ya no me quiere? —me preguntó una noche, con los ojos grandes y húmedos.

—Claro que te quiere, cariño. A veces los papás tienen que irse por cosas de mayores —le mentí, tragándome las lágrimas.

Ahora Raúl llamaba después de casi un año sin ver a su hijo. Decía que quería despedirse. ¿Despedirse? ¿De qué? ¿De quién? ¿Acaso pensaba marcharse para siempre? ¿O era otra de sus manipulaciones para limpiar su conciencia?

Esa noche no dormí. Me debatía entre el odio y la compasión. Recordaba los domingos en El Retiro, los cumpleaños llenos de risas, las vacaciones en la playa de Cádiz… y luego las discusiones, las ausencias, los mensajes sospechosos en su móvil. Recordaba cómo me sentí cuando vi aquella foto en Facebook: Raúl abrazando a otra mujer en un restaurante del centro. Y recordaba cómo Daniel lloró cuando le dije que papá no volvería a casa.

Al día siguiente, fui a casa de mis padres. Necesitaba consejo, aunque sabía que mamá me diría lo que siempre dice: “Piensa en Daniel antes que en ti”.

—¿Y si le hace daño otra vez? —le pregunté a mamá mientras preparábamos café.

—Hija, el daño ya está hecho. Pero privar a Daniel de despedirse de su padre puede ser peor. Los niños necesitan respuestas —me respondió con esa serenidad que solo da la experiencia.

Papá no fue tan comprensivo.

—Ese sinvergüenza no merece ver al niño. Que se pudra con su nueva vida —gruñó desde su sillón.

Pero yo sabía que tenía que decidir sola. Por la tarde, recogí a Daniel del colegio y le llevé al parque. Mientras él jugaba en los columpios, me senté en un banco y observé a otras madres charlando animadamente. Me sentí sola, aislada por un muro invisible hecho de secretos y vergüenza.

Esa noche llamé a Raúl.

—Puedes venir mañana a las seis. Pero solo quiero que hables con Daniel. No quiero excusas ni promesas —le advertí.

—Gracias, Lucía. No te imaginas lo que significa para mí —dijo él antes de colgar.

El día siguiente fue una tortura. Limpié la casa compulsivamente, preparé la merienda favorita de Daniel y repasé mil veces lo que iba a decir si Raúl intentaba manipularme otra vez. Cuando sonó el timbre, sentí que el corazón se me salía del pecho.

Daniel corrió hacia la puerta al oír la voz de su padre.

—¡Papá! —gritó lanzándose a sus brazos.

Raúl lo abrazó fuerte, cerrando los ojos como si quisiera grabar ese momento para siempre. Yo me quedé en la cocina fingiendo estar ocupada, pero escuchaba cada palabra.

—Danielito, tengo que irme lejos por trabajo… No voy a poder verte durante un tiempo —le explicó Raúl con voz temblorosa.

—¿Pero volverás? —preguntó mi hijo con inocencia.

Raúl no supo qué decir. Se le quebró la voz y solo pudo asentir mientras le acariciaba el pelo.

Cuando se marchó, Daniel se quedó mirando la puerta cerrada durante un rato largo. Luego vino hacia mí y me abrazó fuerte.

—Mamá, ¿por qué los papás se van?

No supe qué responderle. Solo pude abrazarle y prometerle que yo nunca me iría.

Esa noche lloré en silencio mientras Daniel dormía a mi lado. Me pregunté si había hecho lo correcto permitiendo esa despedida. ¿Había protegido a mi hijo o solo le había abierto una herida más?

Ahora escribo estas palabras buscando consejo, buscando comprensión entre quienes han pasado por algo parecido. ¿Es posible perdonar realmente? ¿Cómo se sigue adelante cuando el pasado sigue llamando a tu puerta?