La soledad de los domingos: confesiones de una abuela jubilada

—¿Otra vez sola, Carmen? —me preguntó mi reflejo en el cristal de la ventana, mientras veía cómo la lluvia resbalaba por los balcones de la calle Alcalá. Era domingo, y como cada domingo desde que me jubilé, el silencio era tan denso que podía oír el tic-tac del reloj del pasillo como si fuera un martillo.

Mi hija Lucía me había prometido venir con los niños, pero a última hora mandó un mensaje: “Mamá, al final no podemos pasar. Los peques tienen cumpleaños y estamos agotados. Te llamo luego”. No llamó. Mi hijo Álvaro vive en Barcelona y apenas nos vemos dos veces al año. Mi marido, Antonio, murió hace seis años. Desde entonces, la casa se ha ido llenando de fotos y vaciando de voces.

A veces me pregunto si esto es lo que merezco después de toda una vida trabajando y cuidando de los demás. Fui maestra durante treinta y cinco años en un colegio público del barrio. Recuerdo cuando los niños me llamaban “seño” y me traían flores en primavera. Ahora, cuando paso por el colegio, nadie me reconoce. Soy una sombra más entre las aceras.

La jubilación parecía un premio: tiempo libre, paseos por el Retiro, tardes de café con amigas. Pero las amigas también se han ido marchando, unas al pueblo, otras al hospital, otras simplemente dejaron de llamar. El Retiro está lleno de parejas jóvenes y turistas; yo camino despacio, con miedo a tropezar.

El otro día fui al centro de salud porque me dolía la pierna. La doctora apenas me miró a los ojos. “Es la edad”, dijo, como si eso lo explicara todo. ¿La edad? ¿Eso es lo que soy ahora? ¿Un número?

Por las noches me siento en la cocina y repaso las facturas: la pensión no da para mucho. El alquiler sube cada año y la compra está por las nubes. A veces apago la calefacción para ahorrar, aunque me duelan los huesos del frío. Me da vergüenza pedir ayuda a Lucía o Álvaro; bastante tienen con sus vidas complicadas.

Hace dos semanas, durante la comida familiar de Navidad, intenté contarles cómo me sentía. Lucía me interrumpió: “Mamá, no seas dramática. Todos estamos cansados”. Álvaro ni levantó la vista del móvil. Sentí una rabia sorda, una mezcla de tristeza y orgullo herido.

—¿Sabéis lo que es estar sola? —pregunté en voz baja.

Nadie contestó. Los niños gritaban en el salón y mi nieta mayor grababa un vídeo para TikTok.

A veces pienso en mi vecina Rosario, que murió sola el año pasado y nadie se enteró hasta que el olor llegó al rellano. Me aterra acabar así. Por eso intento salir cada día, aunque sea a comprar el pan o a sentarme en un banco del parque. Allí conocí a Manuel, otro jubilado que perdió a su esposa hace poco. Charlamos de política, del Madrid y de lo caro que está todo. Nos reímos juntos de nuestras manías y compartimos silencios cómodos.

Pero la soledad pesa más cuando cae la noche. Echo de menos las cenas en familia, las risas alrededor de la mesa, el bullicio de los nietos corriendo por el pasillo. Ahora sólo queda el eco de esos recuerdos.

El otro día llamé a Lucía para pedirle que viniera a cenar conmigo un viernes cualquiera.

—Mamá, es que los viernes estamos agotados… ¿Por qué no vienes tú a casa?

—Porque ya no tengo fuerzas para cruzar Madrid en metro —le contesté con voz temblorosa.

—Bueno, ya veremos —dijo ella antes de colgar.

Me sentí culpable por molestarla, pero también enfadada por sentirme una carga. ¿En qué momento pasé de ser el pilar de la familia a convertirme en un estorbo?

A veces pienso en mudarme a una residencia, pero sólo de pensarlo se me encoge el alma. No quiero perder mi independencia ni mis recuerdos. Esta casa está llena de vida pasada: los dibujos de mis nietos pegados en la nevera, las cartas de amor de Antonio escondidas entre los libros, las plantas que cuido como si fueran parte de mi familia.

Una tarde me armé de valor y fui al centro cultural del barrio para apuntarme a clases de pintura. Allí conocí a Pilar y a Mercedes; compartimos risas y confidencias sobre hijos ausentes y achaques varios. Por unas horas olvido que soy invisible para el mundo.

Pero siempre llega el domingo, con su silencio implacable. Enciendo la radio para escuchar voces humanas y preparo una tortilla para uno. Miro las fotos familiares alineadas sobre el aparador y me pregunto si alguna vez volveré a sentirme necesaria.

¿Es esto la vejez? ¿Un largo domingo sin fin?

A veces sueño con llamar a Lucía y decirle: “Hija, necesito que vengas. No por mí, sino por ti, para que no olvides quién soy”. Pero cuelgo antes de marcar su número.

Hoy he decidido escribir mi historia porque sé que no soy la única. Somos muchas las Carmen, las Rosario, los Manuel… abuelos invisibles en pisos pequeños llenos de recuerdos y silencios.

¿De verdad es tan difícil mirar a los ojos a nuestros mayores? ¿Tan complicado es escucharles sin prisas?

Quizá algún día mis hijos entiendan lo que siento ahora. O quizá no. Pero yo seguiré luchando por no desaparecer del todo.

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez esa soledad que duele más que cualquier achaque? ¿Crees que nos merecemos este olvido después de haberlo dado todo?