La lápida robada: El secreto de mi hijo bajo tierra

—¡No puede ser!—grité, con la voz quebrada, mientras mis manos temblorosas acariciaban el hueco vacío donde, hasta hacía poco, reposaba la lápida de mi hijo Walter. El mármol blanco, con su nombre grabado y la frase que tanto me costó elegir, había desaparecido. Sentí que el suelo del cementerio de La Almudena se abría bajo mis pies.

Llevaba años ahorrando, renunciando a pequeños placeres, para poder encargar esa lápida especial. Cada euro que guardaba era un acto de amor, un intento de compensar la ausencia de Walter desde aquel fatídico accidente en la M-30. Mi marido, Manuel, apenas hablaba desde entonces; mi hija pequeña, Lucía, se encerró en sí misma. Yo solo encontraba consuelo en esas visitas al cementerio, sentada junto a la tumba de mi hijo, hablándole como si pudiera escucharme.

—¿Dónde está la lápida?—pregunté al encargado del cementerio, don Ramón, un hombre mayor con bigote canoso y mirada huidiza.

—No sé nada, señora Victoria. Aquí no se ha movido ninguna lápida sin permiso—respondió sin mirarme a los ojos.

No le creí. Algo en su tono me hizo sospechar. Salí del despacho con el corazón encogido y la rabia creciendo por dentro. Aquella noche apenas dormí. Soñé con Walter llamándome desde algún lugar oscuro, pidiéndome ayuda.

Al día siguiente volví al cementerio. Me crucé con Carmen, una vecina del barrio que también había perdido a su marido hacía poco.

—¿Te has enterado?—me susurró—. Dicen que han desaparecido varias lápidas estos meses. Pero nadie dice nada.

La noticia corrió como la pólvora por el barrio de Vallecas. En el bar de Paco, los parroquianos murmuraban teorías: vandalismo, bandas de ladrones, incluso rituales extraños. Pero yo sentía que había algo más.

Decidí investigar por mi cuenta. Empecé a visitar el cementerio a distintas horas. Observé movimientos extraños: camiones entrando de madrugada, operarios que no reconocía. Una tarde vi a don Ramón discutiendo acaloradamente con un hombre trajeado junto a la entrada trasera.

—Esto no puede seguir así—le oí decir—. Nos van a pillar.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, le conté a Manuel lo que había visto. Él me miró por primera vez en meses.

—¿Y si vas a la policía?—sugirió con voz ronca.

Fui a la comisaría del barrio y expuse mi caso. El agente que me atendió tomó nota con desgana.

—Señora, estas cosas pasan. A veces son gamberradas…

Pero yo no me rendí. Publiqué en redes sociales lo ocurrido y pronto otras familias se sumaron: todos teníamos historias similares. Formamos un pequeño grupo y organizamos una protesta frente al cementerio. Los medios locales acudieron y la presión aumentó.

Una semana después, recibí una llamada anónima.

—Si quieres saber la verdad sobre la lápida de tu hijo, ven esta noche al cementerio. Sola.

El miedo me atenazó el pecho, pero el amor por Walter pudo más. A las dos de la madrugada salté la verja y avancé entre las sombras hasta el panteón viejo. Allí me esperaba Carmen.

—No podía decírtelo antes… Mi cuñado trabaja aquí y me contó todo—susurró—. Don Ramón y otros empleados están vendiendo las lápidas a una empresa de construcción ilegal. Las trituran y las usan como grava para obras en el sur de Madrid.

Sentí náuseas. ¿Cómo podían profanar así nuestra memoria?

Al día siguiente llevamos la información a la prensa y a la policía. Hubo registros, detenciones y un escándalo que sacudió toda la ciudad. Don Ramón fue arrestado junto a varios cómplices.

Pero nada me devolvió la lápida de Walter ni el consuelo de saber su tumba intacta. El barrio se volcó conmigo: organizaron una colecta y entre todos encargaron una nueva lápida aún más hermosa para mi hijo.

El día que la colocamos, rodeada de amigos y vecinos, sentí por primera vez en años que no estaba sola en mi dolor.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces miramos hacia otro lado ante las injusticias cotidianas? ¿Cuánto vale realmente la memoria de nuestros seres queridos? ¿Y tú qué harías si te arrebataran lo único que te queda de quien más amas?