Corazón de madre: La decisión de Lucía

—Lucía, tienes que pensarlo bien. Si sigues adelante con los tres, podrías no sobrevivir tú ni ellos—. La voz del doctor Ortega retumbaba en mi cabeza como un eco cruel, mientras mi marido, Sergio, me apretaba la mano con fuerza. Estábamos sentados en aquella sala blanca del hospital de Salamanca, rodeados de carteles sobre lactancia y partos naturales, pero nada en ese momento era natural ni sencillo.

No podía dejar de mirar la ecografía: tres pequeños corazones latiendo dentro de mí, tan frágiles y a la vez tan llenos de vida. Mi propio corazón, ese traidor que desde niña me había dado problemas, ahora era el enemigo. Los médicos insistían: “Reducción selectiva”. Un término frío para algo insoportable. ¿Cómo se elige a quién darle la vida y a quién negársela?

Sergio intentaba ser fuerte, pero yo veía el miedo en sus ojos. —Lucía, yo te necesito. No quiero perderte—, susurró una noche mientras yo lloraba en silencio, abrazada a mi almohada. Mi madre, Pilar, venía todos los días desde Zamora para ayudarme con las tareas y cuidar de nuestro hijo mayor, Marcos, que solo tenía cinco años y no entendía por qué mamá ya no podía jugar al fútbol con él en el parque.

La familia se dividió. Mi suegra, Carmen, fue tajante: —Lucía, piensa en Marcos. No puedes arriesgarte así. ¿Y si te pasa algo?—. Mi hermana Ana, en cambio, me apoyó sin reservas: —Haz lo que sientas en tu corazón. Nadie puede decidir por ti—.

Las semanas pasaban y cada revisión era una montaña rusa. El cardiólogo me repetía que mi corazón estaba al límite. Yo sentía miedo, sí, pero también una fuerza desconocida. Cada noche hablaba con mis bebés en voz baja:

—No os rindáis, pequeños. Mamá va a luchar por vosotros—.

El embarazo avanzaba entre ingresos hospitalarios y noches sin dormir. Recuerdo una madrugada especialmente dura. Me desperté ahogada, con un dolor punzante en el pecho. Sergio me llevó corriendo a urgencias. Allí estaba la doctora Morales, joven pero firme:

—Lucía, tienes que decidir ya. Tu corazón no aguantará mucho más—.

Me quedé sola en la habitación mientras Sergio llamaba a mi madre. Miré por la ventana: la ciudad dormía bajo la lluvia y yo sentí una soledad infinita. Pensé en Marcos, en los tres bebés que aún no conocía y en mi propia infancia en el pueblo, cuando corría por los campos sin miedo a nada.

Al día siguiente firmé el alta voluntaria. No podía renunciar a ninguno de mis hijos. Volvimos a casa y preparé una pequeña habitación para los tres: cunas prestadas por amigas, ropa heredada de primos y una montaña de pañales que llenaba el armario.

Las últimas semanas fueron un infierno. No podía subir escaleras ni ducharme sola. Sergio dejó su trabajo temporalmente para cuidarme y mi madre se instaló con nosotros. Las discusiones familiares se hicieron más intensas:

—¡Estáis locos!— gritó Carmen un día —¿Y si Lucía no lo cuenta? ¿Quién va a cuidar de esos niños?—

Yo solo lloraba y abrazaba mi barriga cada vez más grande.

El 14 de mayo, a las 30 semanas, empecé a sentir contracciones fuertes. Nos llevaron al hospital en ambulancia. Todo fue muy rápido: cesárea de urgencia, luces blancas, voces apresuradas.

Cuando desperté estaba sola en la UCI. Sentí un vacío inmenso hasta que Sergio entró con lágrimas en los ojos:

—Están vivos, Lucía. Los tres están vivos—.

Lloramos juntos como nunca antes. Los bebés estaban en incubadoras: Mateo, Sofía y Paula. Eran diminutos, llenos de cables y sondas, pero luchaban con una fuerza increíble.

Mi recuperación fue lenta y dolorosa. El cardiólogo me visitaba cada día:

—Has tenido mucha suerte, Lucía. Tu corazón ha resistido más de lo que esperábamos—.

Pasaron semanas antes de poder coger a mis hijos en brazos. Cada día era una batalla: infecciones, transfusiones, miedo constante a perderlos. Pero poco a poco fueron ganando peso y fuerza.

La familia empezó a cambiar su actitud al verlos luchar por vivir. Carmen lloró al ver a Sofía agarrar su dedo con esa manita minúscula:

—Perdóname, hija. No sabía que eras tan valiente—.

El día que nos dieron el alta fue una fiesta improvisada en casa: globos, comida casera y abrazos interminables.

Hoy mis hijos tienen seis meses y siguen siendo frágiles pero fuertes como su madre. Mi corazón sigue débil pero lleno de amor.

A veces me pregunto si hice lo correcto arriesgando tanto. ¿Qué habríais hecho vosotros? ¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por vuestros hijos?