El testamento de mi madre: secretos bajo la alfombra

—¿Por qué guardas siempre las cosas en sitios tan raros, mamá? —pregunté en voz alta, aunque sabía que estaba sola en casa. Había venido a limpiar el piso de mi madre en Chamberí, como cada sábado desde que la artritis le impedía moverse con soltura. Mientras quitaba el polvo de la estantería del salón, un sobre blanco cayó al suelo. No tenía nombre ni sello, solo una palabra escrita con su caligrafía apretada: «Testamento».

Sentí un escalofrío. Dudé unos segundos, pero la curiosidad pudo más. Abrí el sobre y leí. Mi nombre, Lucía, no aparecía por ninguna parte. Todo estaba destinado a mi hermano mayor, Álvaro, y a una sobrina que apenas veía. Me quedé helada. ¿Cómo era posible? ¿Qué había hecho yo para merecer esto?

Las lágrimas me nublaron la vista. Recordé las tardes de infancia en el Retiro, los veranos en la casa de mis abuelos en Segovia, las noches en vela cuidándola cuando enfermó. ¿De verdad podía mi madre olvidarse de mí así? El corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme en el sofá.

Esa tarde no pude seguir limpiando. Me fui a casa con el sobre en el bolso, como si llevara una bomba a punto de estallar. No dormí nada. Al día siguiente, llamé a mi hermano.

—Álvaro, ¿puedes venir a casa de mamá? Necesito hablar contigo —le dije, intentando sonar tranquila.

Él llegó una hora después, con su aire de superioridad habitual y ese olor a colonia cara que siempre me irritaba.

—¿Qué pasa ahora, Lucía? —preguntó sin mirarme a los ojos.

Le mostré el testamento. Su expresión no cambió ni un ápice.

—Ya lo sabía —dijo encogiéndose de hombros—. Mamá me lo contó hace meses. Dijo que tú ya tienes tu vida hecha y que yo siempre he estado más pendiente de ella.

Sentí una punzada de rabia.

—¿Más pendiente? ¿Tú? Si apenas la llamas y solo vienes cuando necesitas dinero o tienes problemas con tu mujer.

Álvaro suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Mira, Lucía, mamá siempre ha tenido sus preferencias. No es culpa mía. Además, tú tienes tu trabajo fijo, tu piso… Yo estoy pasando un mal momento y ella lo sabe.

No podía creer lo que oía. ¿De verdad todo se reducía a eso? ¿A quién tenía más problemas o quién daba más pena?

Esa noche fui a ver a mi madre al hospital. Estaba más débil que nunca, pero al verme sonrió como si nada pasara.

—Hola, hija. ¿Cómo va todo?

Me senté junto a su cama y le tomé la mano.

—Mamá, he encontrado tu testamento —dije sin rodeos.

Su sonrisa se desvaneció.

—No era mi intención que lo vieras así…

—¿Por qué me has dejado fuera? —pregunté con la voz rota—. ¿He hecho algo mal?

Ella apartó la mirada hacia la ventana.

—No es eso, Lucía. Tú siempre has sido fuerte. No necesitas nada de mí. Álvaro… él es diferente. Siempre ha sido más frágil.

—Pero yo también soy tu hija —susurré—. ¿No te importa cómo me siento?

Mi madre cerró los ojos y suspiró largo rato.

—A veces los padres cometemos errores pensando que protegemos a los hijos —dijo finalmente—. Quizá me equivoqué…

Salí del hospital con el alma hecha trizas. Durante días no pude concentrarme en el trabajo ni hablar con nadie sin romper a llorar. Mi pareja, Sergio, intentaba animarme:

—Lucía, no puedes dejar que esto te destruya. Tu madre te quiere, aunque no lo demuestre como tú esperas.

Pero yo no podía dejar de pensar en todas las veces que me esforcé por agradarla, por ser la hija perfecta mientras Álvaro hacía lo que le daba la gana y siempre salía indemne.

Las semanas pasaron y mi madre empeoró. Una tarde recibí la llamada: había fallecido mientras dormía. El funeral fue frío y rápido; Álvaro se encargó de todo sin consultarme apenas nada.

Después vino el reparto de la herencia. Me senté frente al notario con las manos temblorosas mientras él leía el documento en voz alta. Álvaro ni siquiera me miraba; estaba demasiado ocupado revisando papeles y hablando por teléfono con su abogado.

Cuando todo terminó, salí a la calle sintiéndome más sola que nunca. Miré al cielo gris de Madrid y me pregunté si alguna vez podría perdonar a mi madre… o a mí misma por no haber sido suficiente para ella.

Ahora escribo estas líneas buscando respuestas, consuelo o simplemente alguien que entienda este dolor tan sordo y profundo. ¿Alguien ha sentido alguna vez que su propia familia le da la espalda sin motivo aparente? ¿Cómo se sigue adelante después de descubrir que no eres tan importante para quienes más amas?