La última noche de Manuel: El precio de la soledad y el milagro inesperado

—Papá, ¿vas a llegar a tiempo para el desayuno mañana? —La voz de Lucía, mi hija pequeña, retumbó en el pasillo mientras yo me abrochaba la chaqueta del uniforme. Eran las diez de la noche y el silencio del piso en Vallecas se mezclaba con el zumbido de la nevera vieja.

—No lo sé, cariño. Si no hay problemas en el turno, estaré aquí antes de que suene tu despertador —le respondí, forzando una sonrisa que ni yo mismo creía. Sabía que probablemente llegaría justo cuando ella y su hermano, Sergio, salieran corriendo hacia el colegio, con el desayuno frío y la mochila mal cerrada.

Desde que Marta nos dejó hace tres años —no murió, simplemente se fue con otro hombre a Barcelona—, la vida se convirtió en una sucesión de turnos nocturnos, facturas impagadas y silencios incómodos. Yo, Manuel Gutiérrez, pasé de ser un administrativo con horario fijo a un vigilante nocturno en una nave industrial de Coslada. El sueldo era una miseria, pero era lo único que me permitía estar en casa por las mañanas para preparar a los niños.

A veces, mientras recorría los pasillos oscuros de la nave, me preguntaba en qué momento mi vida se había desmoronado. ¿Fue cuando Marta empezó a llegar tarde? ¿O cuando yo dejé de preguntarle cómo estaba? El caso es que ahora solo quedábamos los tres, y cada día era una batalla contra el sueño y la desesperanza.

Una noche especialmente fría de enero, recibí una llamada de mi madre. —Manuel, hijo, ¿has comido hoy? —preguntó con esa mezcla de reproche y ternura tan suya.

—Sí, mamá. No te preocupes —mentí. En realidad llevaba dos días alimentándome de café y galletas María.

—Tienes que cuidarte. Los niños te necesitan fuerte. ¿Por qué no les dejas con nosotros una temporada?

—No puedo, mamá. No quiero que piensen que también yo les abandono.

Colgué y me senté en la garita, mirando las fotos arrugadas de Lucía y Sergio pegadas en la pared. Sentí un nudo en la garganta. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿O solo estaba sobreviviendo?

El cansancio me vencía cada mañana al volver a casa. A veces me quedaba dormido sentado en la mesa mientras Lucía me contaba sus sueños o Sergio me enseñaba sus deberes. Un día, la profesora de Sergio me llamó al móvil:

—Señor Gutiérrez, ¿podría venir a hablar conmigo? Sergio está distraído en clase y parece muy cansado últimamente.

Me sentí avergonzado. ¿Cómo explicarle que su padre apenas dormía y que los niños se apañaban solos muchas mañanas? Fui al colegio con ojeras y la ropa arrugada. La profesora me miró con compasión.

—¿Tiene algún apoyo familiar? —preguntó.

—Solo mis padres, pero están mayores. No quiero cargarles con más problemas.

Salí del colegio sintiéndome más solo que nunca. Esa noche, mientras patrullaba la nave, me encontré llorando en silencio junto a una pila de palés.

Pero entonces ocurrió algo extraño. Una mañana cualquiera, al abrir el buzón del portal, encontré un sobre sin remitente. Dentro había una carta escrita a mano:

“Manuel: No estás solo. Sé lo duro que trabajas por tus hijos. Acepta este regalo como un pequeño alivio para tu familia. No busques quién soy; solo disfruta de este respiro. Hay 50.000 euros ingresados en tu cuenta.”

Pensé que era una broma cruel. Pero al revisar mi cuenta bancaria, ahí estaba: cincuenta mil euros exactos. Me temblaban las manos. Llamé al banco para confirmar y no supieron darme más información.

Esa tarde compré comida fresca y preparé una cena especial para Lucía y Sergio. Cuando llegaron del colegio, los recibí con una sonrisa sincera por primera vez en años.

—¿Por qué estás tan contento, papá? —preguntó Sergio.

—Porque hoy vamos a celebrar que seguimos juntos —respondí sin poder contener las lágrimas.

Con ese dinero pagué las deudas del piso, arreglé la caldera rota y pude dejar uno de los trabajos nocturnos. Incluso nos fuimos una semana a Cádiz; fue la primera vez que los niños vieron el mar.

Durante ese viaje, Lucía me abrazó fuerte mientras recogíamos conchas en la orilla:

—Papá, ¿ya no vas a estar tan cansado?

—Haré todo lo posible para no volver a estarlo —le prometí.

Nunca supe quién fue nuestro benefactor. A veces imagino que fue alguien del barrio que vio nuestra lucha silenciosa; otras veces pienso que fue un simple milagro.

Ahora, cuando paseo por Madrid con mis hijos cogidos de la mano, me pregunto: ¿Cuántas familias como la mía siguen luchando en silencio? ¿Cuántos padres se sienten tan solos como yo me sentí? ¿Y si todos pudiéramos ser ese milagro anónimo para alguien alguna vez?