Corazones Rotos y Galletas de Frambuesa: Una Historia de Reencuentros

—¿Por qué tienes que venir justo hoy, papá? —escupí las palabras sin mirar a Ricardo, que se quedó parado en el umbral de la cocina, con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el suelo de baldosas frías.

La bandeja de galletas Linzer aún humeaba sobre la encimera. El aroma a mantequilla y frambuesa llenaba la casa, mezclándose con la tensión que se podía cortar con un cuchillo. Mi madre, Carmen, fingía estar ocupada tamizando azúcar glas, pero sus manos temblaban. Yo tenía 27 años y aún sentía que era una niña atrapada entre dos gigantes que no sabían cómo dejar de pelear.

—No he venido a discutir, Lucía —dijo Ricardo, mi padre, con esa voz grave que siempre me hacía temblar—. Solo quería verte… y probar tus galletas. Dicen que son las mejores del barrio.

Me reí, amarga. —¿Ahora te interesan mis galletas? ¿Después de tres años sin aparecer por aquí?

Carmen me miró con esos ojos oscuros llenos de súplica. —Lucía, hija, por favor…

Pero yo no podía. No después de todo lo que había pasado. No después de aquellas noches en las que escuchaba sus gritos desde mi habitación, apretando la almohada contra los oídos para no oír cómo se rompía mi familia.

La receta de las Linzer era lo único que había sobrevivido intacto a la separación. Era de mi abuela Pilar, que siempre decía que el secreto estaba en la mantequilla fría y en no escatimar en mermelada. Cada vez que las horneaba, sentía que podía reconstruir algo de lo perdido. Pero hoy, con mi padre allí, hasta el dulce aroma me sabía amargo.

—¿Te acuerdas cuando hacíamos galletas juntos? —intentó Ricardo, acercándose a la mesa—. Tú te comías la mitad de la masa cruda y tu madre se enfadaba…

—Eso fue antes —le corté—. Antes de que todo se fuera al traste.

El silencio cayó como una losa. Afuera llovía; las gotas golpeaban el cristal con furia. Carmen dejó caer el colador y el azúcar se esparció como nieve sobre la encimera.

—¿Por qué has venido realmente? —pregunté al fin, con la voz rota.

Ricardo suspiró. —He cometido muchos errores, Lucía. Pero no quiero perderte también a ti. Sé que no puedo arreglar lo que hice con tu madre… pero tú eres mi hija.

Me mordí el labio para no llorar. Recordé las Navidades en las que él no estaba, los cumpleaños en los que solo llegaba una llamada rápida y torpe. Recordé cómo Carmen se esforzaba por mantener viva una normalidad imposible: decoraciones hechas a mano, cenas improvisadas, abrazos largos para tapar el hueco que él había dejado.

—No sé si puedo perdonarte —susurré—. No sé si quiero hacerlo.

Carmen se acercó y me puso una mano en el hombro. —El rencor solo te hace daño a ti, hija. Yo también he tenido que aprender a soltarlo…

La miré y vi el cansancio en su rostro, las arrugas nuevas desde aquel día en que Ricardo se fue con otra mujer. Pero también vi algo más: una fuerza tranquila, una dignidad silenciosa.

Ricardo se sentó frente a mí y tomó una Linzer del plato en forma de corazón. La partió por la mitad y me ofreció un trozo. Dudé un segundo antes de aceptarlo. El sabor era perfecto: mantecoso, dulce y ácido a la vez, como la vida misma.

—¿Sabes? —dijo él—. Cuando estaba fuera, lo único que echaba de menos era esto: estar aquí, contigo y tu madre, aunque solo fuera para discutir o para reírnos por cualquier tontería.

Me permití una sonrisa pequeña, casi invisible. —No todo se puede arreglar con galletas, papá.

—No —admitió él—. Pero es un buen comienzo.

La tarde siguió entre silencios incómodos y frases a medias. Hablamos poco, pero compartimos las Linzer y una taza de té caliente mientras la lluvia arreciaba afuera. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez había espacio para algo nuevo entre nosotros: no olvido ni reconciliación total, pero sí una tregua.

Cuando Ricardo se marchó, Carmen me abrazó fuerte.

—Has sido muy valiente hoy —me susurró al oído—. No es fácil mirar al pasado sin miedo.

Me quedé sola en la cocina, recogiendo los restos de azúcar y migas de galleta. Miré el plato vacío y pensé en todo lo que habíamos perdido… y en lo poco que tal vez aún podíamos recuperar.

¿De verdad es posible perdonar cuando el daño es tan profundo? ¿O solo nos engañamos con dulces recuerdos para no sentir tanto dolor? ¿Vosotros habéis sentido alguna vez ese nudo en el pecho al reencontraros con alguien del pasado?